El sur nos
traía su viento cálido, solo con ligeras variaciones en el tiempo la primavera
llegaba fiel a su cita en el bosque. En el término de mi séptimo ciclo de
existencia, el sol se reflejaba en el
color de las flores y su luz iluminaba el verde de los árboles. Mis ya cansados
sentidos se abrían al espectáculo, suplía con imaginación e idea la pérdida de
algunas facultades. Nunca dejé de maravillarme ante el nacimiento de un nuevo
proceso vital para el bosque. Mi cuerpo agotado pero la mente ágil por las
ideas frescas. Ni de vieja me olvidaba de aprender, con ese ánimo fluían mis
pasos por la querida masía. Cerca de los setos, en una oquedad entre la hierba,
las últimas lluvias formaron una pequeña y limpia charca, allí me paré para
contemplarme en el espejo de sus cristalinas aguas.
Mis ojos
continuaban brillando, quizás más que nunca. Los bigotes seguían estirados al
igual que los pinceles de mis pabellones auditivos, si bien su color blanco se
diferenciaba al oscuro de mi juventud. Gran parte de mi pelaje se mostraba
canoso y lacio. La piel arrugada por tantos y tantos gestos repetidos a lo
largo de los años. El cuerpo graso, muestra de su defensa al frío del pasado
invierno y muy lejos de la agilidad de
antaño. La cola se mantenía digna y estirada adornada por mechones blancos.
Las uñas de mis manos largas, curvadas y duras, apenas aptas para sostenerme
firme en las lentas ascensiones hasta el nido del ciprés. ¿Quién era esa
anciana que aparecía en el espejo de las aguas? ¿Que había detrás de ese
venerable cuerpo? Al borde de la charca mi mirada quedó absorta en esa imagen.
Mis ojos penetraron en esos ojos que se reflejaban en el agua para que
me llevaran a los queridos recuerdos de mis vivencias. Nada ingrato llegaba a
mi mente, ni rencores, ni odios, ni temores, solo la agradable sensación de
haber aprendido a lo largo de siete entrañables años. Ahora deseaba descansar,
dejarme fluir en la calma de mi ánimo. Me encontraba bien conmigo misma. Una
broza cayó sobre el agua de la charca disolviendo la imagen, instintivamente
alcé los ojos para dejarlos quietos en la persona que respetuosamente se
acercaba.
Era una
preciosa muchacha de veinte lozanos años. Su nombre Eva. Se sentó a mi lado en
el borde de la charca para mirar como las ondas en el agua deformaban nuestras
figuras. Su mano acarició mi contorno. Nunca me cansaría de la ternura de su
tacto ni de la calidez de su presencia. Ella me entendía mejor que nadie… Como
me acuerdo de su media sonrisa de complicidad siempre que yo marchaba al
bosque para cumplir con mi vida de ardilla… Que hermosa sensación la de saber
que te quieren respetando siempre tu propia libertad. Nos amábamos, yo desde mi cuerpo de ardilla,
ella desde su forma de mujer. El amor que hermosa sensación capaz de saltar
las barreras de las edades, de las especies, de los mundos infinitos. Eva y yo
siempre estaríamos unidas más allá del tiempo y de la distancia, más allá de la
vida. El amor no es más que el reconocimiento de que los demás son como tu
esencialmente la misma cosa.
Eva, sabes
que ésta va a ser mi última primavera en la masía. Los días de mi cuerpo llegan
a su fin. Sé que es difícil para los que quedan comprender que uno a de
marchar. Sé que quedaré en tu recuerdo mientras
vivas y no dudo que será un grato
recuerdo. No quiero que dejes de caminar junto a tu ternura, actúa según
lo que sientes; crece, crece desde tu corazón. Yo, he de marchar…