Al despertar comprobé que el día era
luminoso. El cielo iba marcando su azul cada vez más intensamente sin que las
nubes osaran entrometerse. Las ramas de los árboles se agitaban por el empuje
del viento y el calor subía en la medida que el sol avanzaba hacia su cumbre.
Hacía muchos días que las nubes no dejaban caer la lluvia. La hierba alta de la
pasada primavera, ya seca, se desplomaba hacia el suelo formando una espesa
alfombra de color pardo claro. Mucha zona de matorral aparecía marchita y
polvorienta; y en la hondonada, el riachuelo dejó su sitio a un angosto camino.
Los leñadores, que días atrás cortaron algunos de los árboles más viejos,
descuidaron mucha broza entre la espesura, abundando la sensación de desorden
que ya el bosque padecía. Pronto el grillo común empezó a cantar quizás para
anunciar a los aires la sed que sufría la tierra y las raíces del entorno.
Todavía estaba absorta por las
imágenes que percibía, cuando un ligero y seguido “crec crec” legó hasta mis
oídos desde un sector del bosque, justo donde una columna de humo empezaba a
levantarse. Poco tiempo después el cielo se tiñó de rosa, dejando caer
suavemente unas finas escamas de ceniza. Los seres del bosque callaron de
inmediato, como iniciando un mal presagio. Madre y mis hermanos quedaron como
yo, de puntas sobre la rama, estirando el cuerpo y los bigotes, girando
levemente el cuello y olfateando el aire para intentar precisar de donde venía
el peligro. Ante nuestro asombro, vimos como muchos pájaros saltaban desde sus
cobijos para iniciar una desbandada, y en el suelo se iniciaba una locura.
Conejos, el zorro y sus crías, la jabalina y sus jabatos, ratones, todos huían
alterados en una misma dirección. De la expectativa del silencio se pasó al
estruendo del pánico, la vida corría una seria amenaza.
Vimos saltar las lenguas de fuego ya
muy cerca. Los árboles de nuestro alrededor empezaban a ser alcanzados por las
llamas. No nos quedaba otra opción que sumarnos a la huida si no queríamos ser
abrasados por el intenso calor. Con la cabeza por delante bajamos una tras otra
el tronco y empezamos a correr sin mirar atrás. Apenas nos habíamos desplazado
un centenar de metros, cuando ante nuestra sorpresa nos vimos de frente con una
barrera de fuego. Fue preciso torcer nuestra carrera para desviarnos en otra
dirección. En el desconcierto del momento los perdí de vista, pero no podía
entretenerme buscándolos, las llamas empujadas por el viento me perseguían por
dos flancos. De repente tuve que frenar otra vez mi carrera, el fuego estaba
delante de mí. Me sentí cercada por el incendio que partía de tres focos
distintos. No quise renunciar a la vida, antes que suicidarme lanzándome a las
llamas, prefería buscar una salida hasta el límite de mis fuerzas. Retrocedí y
con el fuego casi prendiendo mi cola, entre la asfixia del humo y el ruido
agonizante de los árboles abrasados, conseguí subir por una estrecha canal de
encinas a las que protegían dos enormes rocas. Una vez arriba vi la salvación,
las mismas rocas que me protegieron, frenaban el incendio. Delante de mí un
sector del bosque todavía estaba libre de llamas. Descendí saltando de rama en
rama de las encinas hasta llegar al pasillo que me llevaría a la salvación.
Cansada de correr y como no sentía
seguridad en los árboles, opté por subir una pared inclinada de piedra hasta
encontrar un agujero en el que me cobijé. Esperé a que llegara la noche. La
luminosidad del incendio anulaba el brillo de las estrellas, y el humo que se
elevaba hacia el cielo no dejó salir a la luna. Quedé acurrucada, el cansancio
veló mis ojos y un gran sopor me hizo perder toda precaución, hasta caer
rendida en los brazos del sueño.
Me despertó un gran ruido en el
cielo. Enormes pájaros volando muy bajo soltaban cortinas de agua sobre los
árboles abrasados. Durante todo el día no dejaron de pasar repitiendo la misma
operación. Al atardecer desaparecieron. La noche que siguió fue más tranquila,
el fuego iba cediendo poco a poco y en el cielo aparecieron las primeras
estrellas, el incendio buscaba su fin.
Al día siguiente volvieron los
grandes pájaros pero solo para observar, luego marcharon para siempre. Desde el
promontorio donde me hallaba podía ver al bosque que aún dejaba que se
escaparan al cielo pequeñas columnas de humo. Supe que el peligro había pasado.
Mi inmediato instinto fue volver al nido para encontrarme con madre y mis
hermanos. Llegué hasta la canal que me había salvado la vida, bajé por sus
encinas afortunadamente intactas y entonces apareció la desolación. Los árboles
no eran más que esqueletos humeantes sin ramas ni verdor. El color negro estaba
en el suelo, en los troncos destrozados, en las piedras. La maleza y la espesura
ya no existían. El bosque había desaparecido, sólo alguna brizna de hierba
continuaba existiendo como una tenue esperanza de vida. No supe reconocer a mi
árbol ni a mi familia en ninguno de los múltiples cadáveres carbonizados que
contemplé. Me encontraba sola en medio de la tristeza. No alcanzaba a
comprender lo ocurrido, pero entendía que llegó el momento de enfrentarse sola
con la vida. Impotente lloré de rabia, me desahogué hasta encontrar en mi ánimo
la serenidad. Luego, empecé a andar con decisión dejando a mis espaldas la
muerte y el pasado. El futuro me esperaba.