sábado, 6 de junio de 2015

cuento: "Memorias de una ardilla" - Capítulo -

    Al despertar comprobé que el día era luminoso. El cielo iba marcando su azul cada vez más intensamente sin que las nubes osaran entrometerse. Las ramas de los árboles se agitaban por el empuje del viento y el calor subía en la medida que el sol avanzaba hacia su cumbre. Hacía muchos días que las nubes no dejaban caer la lluvia. La hierba alta de la pasada primavera, ya seca, se desplomaba hacia el suelo formando una espesa alfombra de color pardo claro. Mucha zona de matorral aparecía marchita y polvorienta; y en la hondonada, el riachuelo dejó su sitio a un angosto camino. Los leñadores, que días atrás cortaron algunos de los árboles más viejos, descuidaron mucha broza entre la espesura, abundando la sensación de desorden que ya el bosque padecía. Pronto el grillo común empezó a cantar quizás para anunciar a los aires la sed que sufría la tierra y las raíces del entorno.

    Todavía estaba absorta por las imágenes que percibía, cuando un ligero y seguido “crec crec” legó hasta mis oídos desde un sector del bosque, justo donde una columna de humo empezaba a levantarse. Poco tiempo después el cielo se tiñó de rosa, dejando caer suavemente unas finas escamas de ceniza. Los seres del bosque callaron de inmediato, como iniciando un mal presagio. Madre y mis hermanos quedaron como yo, de puntas sobre la rama, estirando el cuerpo y los bigotes, girando levemente el cuello y olfateando el aire para intentar precisar de donde venía el peligro. Ante nuestro asombro, vimos como muchos pájaros saltaban desde sus cobijos para iniciar una desbandada, y en el suelo se iniciaba una locura. Conejos, el zorro y sus crías, la jabalina y sus jabatos, ratones, todos huían alterados en una misma dirección. De la expectativa del silencio se pasó al estruendo del pánico, la vida corría una seria amenaza.

    Vimos saltar las lenguas de fuego ya muy cerca. Los árboles de nuestro alrededor empezaban a ser alcanzados por las llamas. No nos quedaba otra opción que sumarnos a la huida si no queríamos ser abrasados por el intenso calor. Con la cabeza por delante bajamos una tras otra el tronco y empezamos a correr sin mirar atrás. Apenas nos habíamos desplazado un centenar de metros, cuando ante nuestra sorpresa nos vimos de frente con una barrera de fuego. Fue preciso torcer nuestra carrera para desviarnos en otra dirección. En el desconcierto del momento los perdí de vista, pero no podía entretenerme buscándolos, las llamas empujadas por el viento me perseguían por dos flancos. De repente tuve que frenar otra vez mi carrera, el fuego estaba delante de mí. Me sentí cercada por el incendio que partía de tres focos distintos. No quise renunciar a la vida, antes que suicidarme lanzándome a las llamas, prefería buscar una salida hasta el límite de mis fuerzas. Retrocedí y con el fuego casi prendiendo mi cola, entre la asfixia del humo y el ruido agonizante de los árboles abrasados, conseguí subir por una estrecha canal de encinas a las que protegían dos enormes rocas. Una vez arriba vi la salvación, las mismas rocas que me protegieron, frenaban el incendio. Delante de mí un sector del bosque todavía estaba libre de llamas. Descendí saltando de rama en rama de las encinas hasta llegar al pasillo que me llevaría a la salvación.

    Cansada de correr y como no sentía seguridad en los árboles, opté por subir una pared inclinada de piedra hasta encontrar un agujero en el que me cobijé. Esperé a que llegara la noche. La luminosidad del incendio anulaba el brillo de las estrellas, y el humo que se elevaba hacia el cielo no dejó salir a la luna. Quedé acurrucada, el cansancio veló mis ojos y un gran sopor me hizo perder toda precaución, hasta caer rendida en los brazos del sueño.

    Me despertó un gran ruido en el cielo. Enormes pájaros volando muy bajo soltaban cortinas de agua sobre los árboles abrasados. Durante todo el día no dejaron de pasar repitiendo la misma operación. Al atardecer desaparecieron. La noche que siguió fue más tranquila, el fuego iba cediendo poco a poco y en el cielo aparecieron las primeras estrellas, el incendio buscaba su fin.

    Al día siguiente volvieron los grandes pájaros pero solo para observar, luego marcharon para siempre. Desde el promontorio donde me hallaba podía ver al bosque que aún dejaba que se escaparan al cielo pequeñas columnas de humo. Supe que el peligro había pasado. Mi inmediato instinto fue volver al nido para encontrarme con madre y mis hermanos. Llegué hasta la canal que me había salvado la vida, bajé por sus encinas afortunadamente intactas y entonces apareció la desolación. Los árboles no eran más que esqueletos humeantes sin ramas ni verdor. El color negro estaba en el suelo, en los troncos destrozados, en las piedras. La maleza y la espesura ya no existían. El bosque había desaparecido, sólo alguna brizna de hierba continuaba existiendo como una tenue esperanza de vida. No supe reconocer a mi árbol ni a mi familia en ninguno de los múltiples cadáveres carbonizados que contemplé. Me encontraba sola en medio de la tristeza. No alcanzaba a comprender lo ocurrido, pero entendía que llegó el momento de enfrentarse sola con la vida. Impotente lloré de rabia, me desahogué hasta encontrar en mi ánimo la serenidad. Luego, empecé a andar con decisión dejando a mis espaldas la muerte y el pasado. El futuro me esperaba.


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