El hombre
venía hacia mí con gestos decididos. Llevaba algo en sus manos extendidas. Yo
seguía excitada, moviéndome bruscamente a un lado y otro de la jaula,
protestando a mi manera por la falta de libertad. Cada vez estaba más cerca… me
miraba directamente, podía ver con claridad las pequeñas venas rojas en el
blanco de sus ojos. Quedé quieta durante un momento, justo cuando el enorme
trapo negro cayó sobre la jaula envolviéndome en la semioscuridad.
-
Tenias razón Eugenia, el trapo la calmó.
Pero no te hagas ilusiones, esos bichos son muy nerviosos, de adultos no
soportan la cautividad.
Al verme
otra vez envuelta, me dejé caer en el suelo de la jaula, más por agotamiento
que por sumisión. Ligeramente acurrucada, expectante, di un respiro a mi
sistema nervioso mientras pensaba en las palabras del hombre… — Si, es cierto,
no soporto que mi vida quede reducida a dos pasos tras unas barras. No soporto
que me quiten la luz por capricho de un humano. Quiero que la noche y el día me
saluden en libertad y que mis movimientos no estén limitados por voluntades
ajenas —.
Pasaba el
tiempo y nada ocurría. El trapo continuaba cubriendo la jaula y yo estando
dentro de ella. La tristeza y la inanición me amenazaban de muerte si se
mantenía mi velada oscuridad. Pero si el trapo desaparecía y llegaba a mis ojos
la luz del sol, si mi vista alcanzaba cualquier partícula de naturaleza, yo no
podría responder de mi rabia y desesperación, quizás entonces moriría
desangrada, herida contra los barrotes, agotada por una lucha estéril contra la
cautividad.
Sé que la
noche había llegado porque vino el silencio y la negrura total bajo el trapo.
Aturdida, cansada, sin fuerza ni para conciliar el sueño. Desesperada, casi sin
ganas de mantenerme viva, dejaba que mi corazón latiera como sujeta a una
mínima esperanza. Todo parecía indicar que mis días acabarían de una manera
absurda. Me preguntaba por qué aquel perdigón no atravesó mi cabeza para
permitirme descansar por siempre. Y sin embargo estaba viva… ¡VIVA!, grité con
fuerza en mi interior. Una razón, tiene que haber una razón, seguía
repitiéndome a cada latido a cada movimiento de la respiración. Una razón para
que yo continúe viva. Algo tengo todavía que aprender si es que la muerte no me
ha hecho presa. Buscando en el aire las respuestas que no me sabían traer ni el
silencio ni la oscuridad; por fin, ya agotada por la sin razón, rompí a llorar,
como lloran las ardillas. Mis gemidos apagados, mis lágrimas secas, mi pecho
desbordado por la entrecortada respiración. Lloré y lloré por segunda vez en mi
corta vida y no dejé de hacerlo hasta quedar rendida.
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