Pese a mis pocos meses de existencia
ya llegaba a comprender que la vida en el bosque no era fácil. Los días podían
ser hermosos si encontrabas comida, si nadie distraía tus juegos; o cuando en
lo alto de una rama, dejabas pasar al sol peinando la cola y limpiando tu
pelaje. Pero no siempre era todo tan tranquilo, el miedo y la angustia podían
aparecer en cualquier momento, desde el aire, el suelo o en el mismo árbol.
Madre decía que era preciso ser muy despierta para sobrevivir largo tiempo en
el bosque, que la agilidad nos ayudaría pero mucho más importante era observar,
y que el tiempo nos daría experiencia siempre y cuando supiéramos prestar atención.
A veces, dejaba los juegos alocados
de mis hermanos, me subía a la atalaya del árbol y permitía a mi vista que se
perdiera en el movimiento del bosque. Cualquier cosa podía llamarme la
atención. Un día que nunca olvidaré sucedió algo aterrador, algo más fuerte que
el miedo y la angustia juntos. Todo parecía normal, el ruiseñor daba su
concierto en lo alto de una encina y las ranas croaban en una charca cercana.
De repente apareció el silencio, señal inequívoca de que había peligro. No muy
lejos de donde yo estaba, una rama se sacudió por el empuje de unas garras al
despegar. Vibraron las hojas, alguna cayó oscilando suavemente hacia el suelo.
Un aleteo firme y seco dejó paso al vuelo rasante del azor apenas rasgando el
aire entre la espesura. Hubo un instante de quietud, el miedo cobró vida en
algunos habitantes de los matorrales. Todos se escondieron, yo me abracé al
tronco sin un suspiro. Solo aquel gazapo cojo y flaco
continuaba merodeando el suelo sin enterarse de nada. Se paró, irguió sus
orejas y deseó no haber nacido. En un instante el azor hizo presa de él
fuertemente con sus garras. Crujieron sus huesos ante el abrazo de la muerte.
El estertor del pobre conejo acompañó al ave en su vuelo mientras se perdía
entre los árboles.
Todo sucedió en breve tiempo. El
ruiseñor continuó con su canto como si nada hubiera pasado, las ranas
reanudaron su croar. Yo me despegué del tronco y volví a respirar. El bosque
recobró el movimiento. Seguí observando desde mi atalaya la vida en el bosque,
quizás no tan hermosa quizás no tan cruel.
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