Aquel día, el bosque se mostraba más animado que nunca. La
hierba crecida inundaba de verde caminos y claros. La maleza y los árboles lucían
el brillo de sus nuevos brotes. Muchos capullos reventaban en infinidad de
colores; amarillos-oro de narcisos, caprichosas orquídeas moteadas de púrpura,
cascadas blancas de bálsamo, racimos azules de jacintos. Las violetas, hiedras,
tomillo, ortigas, desparramaban su fragancia en el aire, invitando a estirar el
hocico. De la garganta de mirlos, jilgueros,
ranas, surgían variedad de notas desplegadas al viento, que yo recogía
con mis oídos atentos. La música, las flores, los perfumes, despertaban mis sentidos
dormidos en el invierno. Todo era movimiento, color, atracción. Los cortejos
nupciales se sucedían uno tras otro; pude ver al mosquitero verde, adornando su
nido de hojarasca con pequeños huesos, conchas vacías de caracoles, plumas y
otros objetos para atraer a su amada; al faisán, desplegando sus vistosas alas
a los ojos de la hembra; al treparriscos cambiando su plumaje del gris al
carmesí, dispuesto a viajar del valle a la montaña con su elegida. Fuertes
olores en la base de los árboles, al pie de las rocas, o en los más
inverosímiles rincones, anunciaban límites de territorio y presencias de
machos. La vida quería explotar en el inicio de un nuevo ciclo. Me sentía
emocionada por todo ello, yo era parte del bosque y estaba involucrada en su
movimiento. Fluidos nacidos en mis entrañas, lubricaban las entradas de mi
cuerpo. Como hembra, estaba dispuesta a
ser penetrada por el otro polo de la vida para que mi especie perdurara en el bosque.
Unas secreciones escasas y delicadas alteraron mis sentimientos.
No eran mías, se encontraban muy cerca de la masía y en mi territorio. Lejos de
enfurecerme por ello, dejé que el instinto obrara sobre mí. Eran de una
ardilla, y de esa manera quería avisar de su presencia. Me sentía
agradablemente alterada y con mi ánimo expandido al recibimiento. Deseaba
conocer el intruso. Lo buscaba erguida sobre mis patas traseras, olfateando al
viento en todas las direcciones, siguiendo los rastros de sus marcas olorosas.
Sobre una rama, luciendo su rojizo pelaje al sol de la mañana, él, abría su
cola como una sombrilla para llamar mi atención. Era esbelto, fuerte y alegre,
a juzgar por sus movimientos decididos. Ningún macho antes me había pretendido,
era nula mi experiencia, pero fue fácil seguir el juego. Me dejé seducir a distancia,
correteé por el bosque tanteando la fuerza de su interés, le hice frente cuando
se acercaba demasiado, coqueteaba con mis formas y le daba la espalda a su
mirada saltona. Por fin, cuando mi ardilla macho, ya parecía enloquecer de
pasión, y sus ojos redondos y negros casi no aguantaban en sus órbitas, dejé
que se acercara a mi cuerpo. Su hocico, primero, buscó el rastro de mis
glándulas; después, nos rozamos y mordisqueamos suavemente en breves contactos.
Luego, completamente aceptada su presencia, desaparecieron las barreras para
sentirnos compañeros de un objetivo común. Se adentró en el bosque, yo le
seguí; antes, sin embargo, no pude evitar una mirada al espacio de la masía. Vi
a Eva distraída observando las amarillas prímulas que nacían junto a los setos,
sólo fue una mirada llena de recuerdo,
la naturaleza me reclamaba. Pronto sería depositada en mi cuerpo la semilla,
pronto sentiría latir en mis entrañas nuevas vidas, para verlas luego germinar
como un signo de esperanza.
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