…” No encontraremos un comienzo en todo
lo que acontece, sino una acumulación de errores que nos ha llevado a esta
trágica situación. Ahí abajo en las calles de la gran ciudad reina el caos y en
nuestra casa se está instalando la desesperación. Desde la ventana del ático en
donde nos refugiamos, solo se oyen sordos rumores de muerte, solo se ven
tortuosas imágenes de horrores. Nauseabundos olores de corrupción llegan desde
el aire y a través de los desagües. No existe ninguna otra cosa que palpar que
no sea la tristeza. Ya solo nos sostiene un fuerte instinto de supervivencia y
la tenue esperanza de salir de aquí para intentar llegar a un lugar que
conocemos muy bien. Quizás allí aun sea posible existir. Hemos de escapar de
esta lamentable soledad y si morimos en el intento, lo haremos buscando una
salida, no tiene sentido seguir así”…
Bruno
leyó la nota que su padre Sejo — descuidadamente — dejó sobre la mesa del comedor.
Miró por la ventana y no vio ningún signo de esperanza. El agua que a lo largo
de semanas estuvieron acumulando en una de las habitaciones se agotaba, al
igual que las provisiones. Llevaban tres largos meses en esa situación, sin
salir del piso mas que de forma esporádica en busca de algo que les fuera útil.
Exponían su integridad física lo justo y necesario, porque en cualquier
instante podían encontrar la perdición.
Tamara, la madre, era médico. Trabajó arduamente junto con su equipo
para contrarrestar las epidemias, lo
hizo mientras aún había sentido para ello. Hasta que no le quedó más remedio
que huir el día que el descontrol se apoderó de todo. Ella era la vigía de la salud de toda la familia, y pese a su
fortaleza iba perdiendo dosis de su
entereza a medida que pasaban los días, por eso solo tenía una idea en su
cabeza, llegar a Ramu. Solo Maia, la pequeñita de la familia, mantenía un ápice
de alegría y jovialidad propio de sus tres años, representaba la fuente de la
esperanza, y lo fue desde el día que decidieron concebirla tardíamente pese al
mal panorama social que enturbiaba sus vidas. Fuerte, inquieto y nervioso por
naturaleza, bregado en las dificultades pese a su juventud, a Bruno le costaba
mantener la calma. Estudiaba en la facultad de Historia hasta que los sucesos
originaron el caos, aun siendo un excelente atleta prefería la practica del
montañismo, habiendo hollado montes importantes. El era quien arriesgaba más
cuando había que salir por necesidad, quien más alentaba y animaba a escapar de
allí.
Eran
ya muchas las semanas sin electricidad y sin que funcionaran los sistemas de
comunicación. Aquella noche, toda la familia, contemplaron como el pabilo de su
última vela se extinguía. Sin duda era la señal que estaban esperando, había
llegado el momento de prepararse para intentar llegar a Ramu donde tenían una
casa, un pequeño pueblo enclavado en un macizo montañoso a unos doscientos
kilómetros de la ciudad y escenario de los mejores recuerdos de sus vidas.
Llevaban
tiempo planeándolo. Iban a intentar salir de la ciudad en coche. Para ello,
guardaban un bidón de 20
litros de gasolina que Bruno había conseguido
extrayéndola poco a poco de diferentes vehículos abandonados. En el garaje
ubicado en los sótanos del edificio, uno de los vehículos ya sin dueño había
sido elegido para ocuparlo. Llevarían consigo lo imprescindible, sobre todo el
agua y las últimas provisiones. Calzado fuerte y resistente y ropa la justa y
necesaria para un clima seco, cálido y casi irrespirable. Todas las medicinas
que pudieron recopilar. Nada de recuerdos, el instinto de sobrevivir se
encargaba de centrarlos en cada minuto, cada segundo del presente era como si
fuera el último de sus vidas. El dinero y las pocas joyas que poseían, era
inútil llevarlo pues había perdido todo su valor. Sabían por lo observado que
solo la comida, la bebida, medicinas, gasolina y armas era lo más necesario y
buscado, pudiendo incluso peligrar sus vidas si alguien descubría que ellos
disponían de algo así. La mayor parte de esas pertenencias, menos el oso blanco
de peluche con el que Maia se abrazaba al sueño cada día, fueron introducidas
en tres mochilas y las dejaron preparadas esperando el momento de salir.
Sejo
era biólogo y sus últimos días de trabajo los había pasado en el laboratorio de
la universidad donde impartía una cátedra. Era conocedor en primera persona y
sabía demasiado sobre las epidemias que asolaron la ciudad, la peor una
determinada gripe que originó una pandemia, ese era el motivo por el cual tuvo
que huir precipitadamente y refugiarse con su familia. Desde que el caos se
apoderó en primera persona de todo el orden establecido y produjo un efecto
dominó que quebró todo el sistema social, ya había pasado bastante tiempo. Por
eso entendía que la pandemia podía darse por extinguida. Lograron seguir con
vida, pero ante el colapso de los servicios, todos los que no lo consiguieron,
yacían en gran número sus cadáveres en las calles, mezclados con la basura; o
bien, quedaron abandonados los cuerpos en sus propias casas. Sabía que justo
era el momento donde otro tipo de
epidemias, como el cólera la disentería o la hambruna se encargarían de rematar
a los pocos sobrevivientes.
Por
si eso no fuera poco, su hijo Bruno había detectado en sus arriesgadas
correrías por la ciudad que entre los escasos sobrevivientes, había cierto tipo
de gente malintencionada organizada en pequeños grupos formando bandas. Ya no quedaba nadie en las cárceles y las armas campaban por doquier, al haber sido
extraídas principalmente de las armerías y de miembros de la seguridad
fallecidos. Precisamente, él se había apropiado de un revolver cargado con seis
balas que encontró en el maletero de un coche abandonado. No quería ni pensar
en lo que le dirían sus padres si supieran que él disponía de esa arma. Decidió
guardarla en el hueco de una baldosa, allá abajo en el garaje. Pensaba
llevárselo consigo escondido donde fuera.
El
gran dilema era como conseguir salir de la ciudad sin ser detectados. Ya había
pasado el tiempo de los desórdenes, en donde se abrieron todos los depósitos de
alimentos, se abordaron los comercios y se esquilmó todo lo que en una ciudad
pudiera encontrarse. En un principio era la noche la principal aliada para los
saqueos, luego ya no importaba la luz del día para hacerlo. La desesperación y
el instinto de sobrevivir acabaron con todo lo disponible. Por eso mismo,
entendieron que el sigilo podía ser su mejor aliado para escapar, y para ello
nada mejor que la noche. Lo normal era que el peligro también durmiera al
amparo de la oscuridad. Un coche sin luces, casi al ralentí y haciendo el menor
ruido posible, quizás pudiera esquivar las calles llenas de obstáculos hasta
llegar al ancho de la autopista. Bruno se había encargado de trazar una ruta
tras largos minutos de observación hasta donde pudo, pues por seguridad no
quiso alejarse demasiado del refugio.
Estaba
anocheciendo, mientras Maia dormía, Sejo reunió a la familia y habló:
— Queridos míos, hasta la fecha
nos ha acompañado la suerte. Bien sabéis los sustos que hemos pasado cuando
oíamos ruidos, o como más de una vez han intentado abrir la puerta sin éxito.
Es duro que lo diga, pero se que es justo lo que todos pensamos. Aquí estamos
condenados a morir... y allá afuera en las calles, intentando encontrar una salida, es posible que no varíe nuestro
destino.
Tras
respirar hondo y mantener una pausa,
continuó con su exposición:
— No
sabemos nada del ejército pues desaparecieron tan pronto se originó la
pandemia. Las diferentes policías han sido diezmadas y nuestros nefastos gobernantes
se que huyeron hace tiempo a insondables refugios, en consecuencia lo poco que quede ahí afuera
está totalmente alejado del orden… La esperanza es lograr salir de la ciudad,
alcanzar el ancho de la autopista y llegar a las estribaciones montañosas. Si
allí la carretera estuviera impracticable, no nos sería difícil alcanzar las
innumerables sendas que conocemos muy bien y nos acercarían a Ramu. Vamos a
hacerlo esta misma noche. Tamara, tú te encargarás de Maia, no la despertemos,
es mejor que siga dormida. Bruno, tu conducirás, sabes como salir de aquí. No
esperemos más.
Tamara
fue a la habitación, cargó a Maia y al osito sobre su pecho. Bruno y Sejo
tomaron las mochilas y el bidón de gasolina, abrieron la puerta, comprobaron
que no se oía nada y empezaron a bajar las escaleras. El olor era nauseabundo,
señal de que tras las puertas habían cadáveres en avanzado estado de
descomposición. Estaban seguros de que solo ellos eran los únicos que seguían
con vida en ese bloque de siete pisos. Llegaron al rellano de entrada y tomaron
la escalera que bajaba al garaje. El desorden era total, pero justo encarado
hacia la puerta, un coche pequeño parecía esperarles. Colocaron las mochilas en
el maletero, Tamara se aposentó con su hija en el asiento de atrás, y mientras
Sejo introducía la gasolina en el depósito, Bruno sigilosamente se apartó un
tanto para recoger el revolver bajo la baldosa. Luego, él mismo se acercó a la puerta del garaje, accionó las
poleas y la abrió. El sonido chirriante traspasó el silencio letal de la noche
e hizo temer a todos que fueran detectados. Pero no tenía sentido quedar
paralizados. Ya todos dentro, encendieron el motor y arrancaron hacia la rampa
que daba a la calle.
Maia
seguía dormida y amparada por el abrazo de su madre. Ya arriba, con el coche
detenido y orientado hacia su destino, sin luces y con una oscuridad total,
esperaron a que sus pupilas se dilataran un tanto para proseguir. El silencio
era sepulcral, nada se movía, tan solo el viento y algún crujido extraño
llegaba a sus oídos. Decidieron seguir a marcha muy lenta, aún así el sonido
del motor les llenaba de dudas y de temores. Esquivaron varios coches
abandonados en mitad de la calle, giraron en la esquina y siguieron sin
contratiempos la ruta que ya Bruno conocía. La luna, en cuarto creciente apenas
se notaba tras las capas de nubes. Pero aún así de tanto en tanto se dejaba ver
al igual que el brillo de unas cuantas estrellas. Conforme se alejaban, una
sensación de no retorno les invadía. Estaban dejando la relativa seguridad del
piso para intentar alcanzar un sueño. Bruno miró a su padre, él entendió esa
mirada:
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