Era una
decisión que más tarde o temprano debía de tomar. Me encontraba agobiado, ultrajado moral y
físicamente por una situación que me
estaba desbordando. Años luchando por un
objetivo quizás equivocado y ahora sentía que el tiempo se me escapaba.
Meses atrás me habían
hablado de ella y me dieron su teléfono anotado en un papel, dicen que era una
psiquiatra excepcional, había abandonado las ramas clásicas para dar un enfoque
muy personal a su trabajo, quizás por eso habitaba fuera de la ciudad.
Vivía lejos de los agobios de la
metrópoli, fuera del lugar donde curiosamente podía tener el mejor caldo de
cultivo para su profesión. Ella me podía ayudar y si no era así, nada perdía
por intentarlo.
Dejé atrás mi ciudad, tomé
la autopista, salí de ella y tras
recorrer con mi automóvil cuarenta kilómetros de curvas interminables, llegué a
un pequeño pueblo rodeado de una frondosa serranía de encinas y pinos. El pueblo
era de aspecto medieval, con calles estrechas y casas de piedra cubiertas de
tejas viejas. Lo encontré solitario y envuelto en la fría bruma del invierno.
Notaba que me hallaba en un punto tan
poco convencional como la psiquiatra que habitaba en la casa número 7 de la
calle del Sol, donde nada hacía presagiar que dentro existía una consulta.
Toqué el timbre y esperé respuesta. Me notaba
encogido, no tanto por el frío, sino más bien por la turbación que representaba
enfrentarme a algo nuevo para mí. Ella
abrió la puerta y me invitó a entrar con una franca sonrisa que afloraba de sus
labios.
-
¿Es usted el Sr. Miquel?
-
Sí
-
Pase por favor.
“La casa parecía
agradable, vigas de madera, suelo con baldosas de barro cocido, muebles
antiguos, plantas y un ambiente relajado. Seguí sus pasos hasta lo que podía ser un
estudio. Ella fue a sentarse tras una mesa y me hizo una suave señal con la
mano hacia un sillón para que hiciera lo mismo”.
- Póngase cómodo, puede dejar su abrigo en el colgador.
-
Gracias.
“Me senté lo más incómodo que pude. A ella la notaba tranquila, quedó en
silencio como esperando alguna reacción por mi parte”.
-
Sabe, nunca he estado ante una psiquiatra, ni
siquiera se como llamarle.
-
Por favor, no se encuentra ante ningún consejo de
guerra. Usted sabe como me llamo, tenga libertad para dirigirse a mí como lo
crea conveniente.
-
¿Doctora?
-
Doctora está bien.
-
Veo que tiene usted el clásico diván.
-
Sí, es muy probable que lo necesitemos.
-
Pues, yo he venido a visitarla porque…
-
Sr. Miquel, lo que ahora le ocurre no es lo más
importante.
“Parecía evidente que la Doctora Cardiel había adivinado mis pensamientos, me disponía
a contarle todos mis problemas”.
-
Verá usted, un psiquiatra no es ningún confesor, ni
siquiera representa una panacea para los problemas. Según yo entiendo, un
psiquiatra no es más que un conductor, un ordenador de las emociones.
-
Sí,
-
Es importante que lo entienda, es más, debe usted
saber que el moderno concepto de
psiquiatría dista mucho de la génesis de la palabra: del griego “psyché”
–alma, “tatrós” – médico. Si dijéramos: Voy a ver a un médico del alma, sonaría
extraño, ¿verdad?
-
Sí, más bien tenderíamos a relacionarlo con un
sentido espiritual o religioso.
-
Y sin
embargo, relacionamos a la psiquiatría con el “prozac”
-
Es cierto, parece que los psiquiatras calman los
ánimos basándose en medicamentos, pero eso no es lo que he venido a buscar en
usted.
-
¿Y que es lo que ha venido a buscar?
-
Ayuda.
-
Bien, entienda que lo que ahora vamos a empezar no
es un interrogatorio, puede usted continuar en el sofá o si lo prefiere intente
relajarse en el diván.
-
Estoy bien aquí, gracias.
“No me resultaba fácil
sentirme cómodo en mi asiento, quizás tendría que haberme inclinado en el
diván. Pero de alguna manera debíamos empezar, realicé unos extraños
movimientos con los hombros, moví torpemente los glúteos y me dispuse a
escucharla”.
-
Tomaré algunas notas, por supuesto que son
confidenciales, las necesitaré para hacer el seguimiento de su proceso.
-
Entiendo.
-
Primero de todo, dígame usted en que año nació.
-
Bueno, no creo que importe eso... pero ya he cumplido los cincuenta.
- Acepto su coquetería... solo era para situarle en una época determinada. Ahora, quiero que me cuente algunos recuerdos suyos
de la niñez.
-
¿Por donde empiezo?
-
Puede usted empezar por donde quiera.
-
Bien, nací en un pueblo lindante con…
-
No, no es preciso que se vaya tan lejos, luego nos
dirigiremos allí. Ahora necesito saber solo cosas de su infancia.
-
Recuerdo pocas cosas, creo que no fui feliz.
-
Eso puede ser una consecuencia, intente fijarse en
algunos detalles.
“Me sentía intranquilo,
abrumado, quería pero no podía fijarme en los recuerdos. Se me hacía una
montaña volver a mi pasado”.
-
Sr. Miquel, todo es empezar… Tómese su tiempo,
procure recoger una imagen, algo que le introduzca en su pasado.
-
Un biscuter, si… recuerdo que pensaba que sólo los
médicos iban en biscuter… sabe, aquel pequeño automóvil descapotable.
-
Lo conozco, recuerdo haber visto alguno. Siga, por
favor.
-
Bien, Yo era algo enfermizo, y nuestro médico
siempre venía a visitarme en su biscuter. Le hablo de cuando posiblemente
tendría unos cuatro años… Creo que era un crío cariñoso y algo introvertido.
Estuve un tiempo viviendo con mi abuela materna
en un pueblo de los Pirineos, antes de
trasladarme con mi familia a Barcelona. Se que primero vivimos en el altillo de
un taller, estaba en un callejón de tierra, posiblemente debía ser algún
familiar que nos ayudó. Luego nos trasladamos a vivir con los abuelos paternos.
-
En esa época, supongo que recalaría en algún colegio…
Recuerda donde estudió.
-
Si claro… me llevaron a un colegio de educación
religiosa.
-
¿Tiene algo que decirme es ese colegio?
-
No fue agradable estudiar allí, fui educado de una manera que no comprendía. Se me
impedía desarrollar mi imaginación, no podía tragar las lecciones de
“carretilla”…
-
¿Carretilla?
-
Sí, estudiar las lecciones como un loro. Los
profesores “martilleaban” los temas, era un auténtico suplicio para mí. Cuando
por ejemplo soltaba mi imaginación en los exámenes de Historia, por apartarme
del texto no recibía más que suspensos y reprimendas.
-
Luego volveremos a ese colegio, me gustaría que
intentara recordar algún aspecto de cómo se sentía en esa época.
“No se bien donde se
encontraba mi mirada, quizás en mis rodillas, en el suelo, en el aire, o tal
vez en el misterioso hilo conductor con mi pasado. Aquella pregunta me hizo
volver a la realidad, y pude darme cuenta de que ya me encontraba cómodo en el
suave interrogatorio a que era sometido, quizás influyera el haber visto
algunas películas de psiquiatras, incluso leer “El príncipe de las mareas “ de
Pat Conroy. La Doctora
Cardiel , con sus gafas de presbicia sobre la punta de su
delicada nariz, aunque no se parecía en nada a
Barbara Streisand, si era de mediana edad y poseía una constitución
fuerte. Su cabello era liso, moreno y muy bien cuidado. Sin ser una belleza
tipificada, a mí me pareció bastante atractiva. Lo que sí notaba como algo
nuevo, era el curioso efecto balsámico que me producía recordar momentos nada agradables
de mi infancia, algo aparentemente contradictorio. Mi mente, ahora parecía
recrearse en esa sensación; era obvio que me había distraído, ella se encargó
de recordármelo con una sonrisa”.
-
Son recuerdos tristes, dormía con mis padres y dos
de mis hermanos, en una misma habitación. Todavía me parece sentir la humedad
que salía de las manchas en la pared.
-
¿Algún recuerdo más?
-
Sí…, algo muy extraño que me ocurrió… Pasó cuando
jugaba en la plazoleta con otros niños… La pelota se escapó, cruzó la calle y
al ir a buscarla… recuerdo que me vi volteado por una moto, subí al aire y caí de cabeza sobre el
asfalto… Ignoro si a eso se le llama perder el sentido, porque, entonces me
percaté de los terrados planos y de las antenas de televisión en forma de T.
-
¿Puede usted explicarse mejor?
-
Lo siento, quiero decir que es como si mi conciencia
se expandiera y volara por encima del accidente…
-
Siga por favor…
-
Puede que sea producto de mi imaginación, pero eso
es lo que recuerdo, hasta que… presentí, que allá abajo en aquel corro de
gente, algo me pertenecía. Entonces, desperté, todo eran pies de personas
rodeándome, nadie me tocaba, quizás pensaban que estaba muerto. Mi reacción fue
salir corriendo, no lograron atraparme. A cien metros de allí se encontraba mi
casa, llamé con insistencia, me abrieron y logré llegar al lavabo donde me
encerré. El pobre hombre que llegó tras de mí contó a mis padres lo que pasó,
fui al hospital y me trataron de una conmoción cerebral.
-
¿Contó a alguien entonces su experiencia?
-
No, no lo hice…
-
¿Por qué?
-
Cuando desperté en el suelo me encontré muy asustado
y desconcertado. Luego ya me olvidé de todo, pero años más tarde aquella
extraña sensación tras el accidente, despertó en mí muchas incógnitas.
-
Bien, dejémoslo ahí… Ahora, Sr. Miquel, le pediría
que hiciera un intento por encontrarse con el primer recuerdo de su vida.
Quizás se sentiría más cómodo y relajado en el diván.
“Una vez conseguía
responder a la Doctora
Cardiel , se producía un corto espacio de silencio antes de la
siguiente pregunta. Nada parecía precipitado. Esos instantes de calma, servían
para que encontrara cada vez más serenidad y mis recuerdos fluyeran a través de
mi memoria. No me fue difícil aceptar el ofrecimiento, despacio, me erguí del
asiento y fui a reclinarme en el diván. Sin que ella me lo indicara, cerré los
ojos y coloqué ambas manos recogidas sobre mi vientre”.
-
Tómese su tiempo, deje que el recuerdo llegue por sí
solo…
“Me dejé llevar, sumido en
una especie de trance…Fue como entrar en una larga espiral negra y espesa,
hasta que de pronto se rompió el velo y todo se despejó, entonces… aparecieron”.
-
Unos peces rojos, si, ese es mi primer recuerdo…
Siento una extraña fijación por ellos…La habitación es
oscura y fría, se mueven circularmente dentro de una lámpara que despide una
tenue luz. La soledad me acompaña hasta que unas manos torpes me dan de comer,
debo tener solo unos meses de vida. Esos peces siempre están allí, incluso
cuando ya me veo gateando en la misma habitación. Se podría pensar que la
situación es diferente, pero no es así, sigue el frío y la soledad, y ellos
continúan moviéndose circularmente sin parar, entre la penumbra. Solo ha
cambiado la perspectiva, ahora los encuentro un poco más altos sobre la misma
mesita. Mi libertad siempre acaba al borde de una pronunciada escalera que se
enfila abajo, hacia lo desconocido. Más
de una vez me he quedado con mi pequeña cabecita y las manos entre unos
barrotes que me impiden seguir, esperando oír pasos familiares que suban a mi
encuentro. Creo que aquello lo vivo como algo natural, la soledad, las manos torpes que me dan de
comer, la penumbra, y los peces rojos, eran tan normales como la luz del día...
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