Cabizbajo, dejaba pasar por mi mirada las
baldosas de la acera sin percatarme por donde iban mis pasos. Tan solo en mi
mente se reflejaban toda una serie de apelativos: “ignorante, desastre, inútil,
vago, pardillo”… a lo que habría que añadir unas cuantas lindezas del estilo:
“Eres una vergüenza para la familia”, “Nunca llegarás a nada si sigues así”,
“No eres más malo porque aun no se ha inventado quien pueda ser más malo que
tú”… Todo ello era una mezcolanza donde entraban tanto familia como compañeros de clase.
Mi adolescencia se estaba arrastrando
totalmente distraída por esa acera sin rumbo ni sentido, hacia… el mamporrazo
que me acabada de dar contra el soporte rectilíneo y vertical de una farola… y
en vez de conmiseración, de cuidado, de respeto; otra vez, la hilaridad de los
presentes se cebaba en mi desgracia. Ajuste mis gafas de miope, intenté
mantener la compostura y decidí seguir mi camino hacia ninguna parte olvidando
el cachondeo que se estaba formando a mí alrededor. Fue entonces, cuando de
repente noté una presencia a mi lado, a la vez que una mano agotada y
temblorosa se apoyaba en mi hombro. Era una anciana amparada en un soporte con
ruedas que le hacía de bastón. Debió de tardar un rato en llegar a mí, pero lo
hizo tan solo para decirme: “Hijo, ¿estás
bien?”. Ningún reproche, ningún
intento de aleccionarme pese a su venerable edad, tan solo esa mínima
preocupación por mi estado. La anciana observó el principio de chichón que ya
estaba aflorando en mi frente y simplemente sonrió. Yo no pude por menos que
hacer lo mismo, sonreír. Intenté corresponder a la amabilidad de la anciana lo
mejor que pude: “Gracias señora, no ha
sido nada, andaba distraído y…“
Ella siguió con su sosegado andar, casi arrastrando su cuerpo tras aquel apoyo
con ruedas, pero lo hizo con la mirada alta y con una imagen que me recordaba
la explicación que alguien un día me dio sobre lo que significa la palabra
dignidad.
Y yo, un jovenzuelo de quince años, estaba
andando con la mirada abatida por el peso de la desconsideración, al menos eso
es lo que pensaba… pero el gesto de esa anciana me insufló algo más que ánimo,
no estaba solo. Si una anciana que apenas podía moverse se había preocupado por
mí, significaba que yo no era indiferente...