Tras
el incidente y el buen detalle de la anciana, ocurrió que acerté a alzar mi
mirada hasta obtener un plano horizontal. Pude ver la circulación de vehículos
a mi derecha y gente de todo género y condición deambulando por la acera. No
estaba yo para conseguir atinar con más detalles, solo una idea en mi cabeza.
El
curso escolar había tocado a su fin, y en mi mochila una “bomba” a punto de
explotar. Estaba atrapado, nada ni nadie podían evitar lo que ya era
irremediable. Tenía muy claro lo que iba a ocurrir. No paraba de recitar como
un mantra lo que indicaba la cartilla: Lengua, 3 Filo,4 Mates,2 Economía,2
Historia,4 Proyecto,3 Educación física,4… es que ni esa. Fatal, fatal,
fatal, y además repitiendo curso.
¿Qué
estaba pasando en mi existencia? “Ni zorra idea”, como he oído decir a algunos. El caso es que en cuando se enterase mi
padre, sobretodo, y ya no debería de ser una sorpresa para el, me esperaba algo
más que una reprimenda. Ni pensar quería en las palabras que llegarían a mis
oídos; si recibía algún tortazo que otro, ya eso me preocupaba menos… ¿Porqué debería sentirme tan inútil como para renunciar a todo en la
vida?, aunque en conjunto mi realidad parecía indicar que yo, ya era un
fracasado con tan solo quince años.
Y
todo… porque simple y llanamente era un soñador, y no es que esto sea una
palabra de mi cosecha, se la oí decir a una vecina cuando mi madre le estaba
contando los problemas que tenían conmigo. Lo que sí había llegado a mis oídos
con insistencia era una frase: “Estás en
babia”. Que culpa tendría yo si me sentía desplazado de todo lo que me
rodeaba, nada me gustaba, nada. Prefería siempre aislarme del entorno y dejar
que por mi cabeza pasaran mil y un pajarillos, definición que recogí de uno de
mis profesores: “¿Tienes pájaros en la
cabeza o qué?… Vale, que sí, que la
realidad es lo que muestran los ojos, el tacto, el oído, el gusto, el olfato, y
las bofetadas que siempre recibía y no siempre por obra de la palma de la mano
de mi padre.
“Estar en babia”, “pájaros en la cabeza”…
ya tengo las suficientes entendederas pese a mi temprana edad para interpretar
que estas dos frases están ligadas con una sola palabra: imaginar.
Y
no hacía falta mucho imaginar para adivinar lo que me esperaba.
No
tomé el ascensor para acceder al ático donde vivíamos, preferí subir los
escalones uno a uno y con la máxima cadencia posible, como si con ello quisiera
dilatar el espacio/tiempo. Cada escalón era como acercarse al cadalso donde
irremediablemente se me iba a ejecutar. Más pronto de lo que me esperaba, a
pesar de tomar respiro en más de un rellano, llegó la puerta nº 2 ante mis
narices. Tomé la llave, abrí y ni siquiera fui a ver a mi madre; directamente
me encaminé a mi habitación. Una frase sacudió las paredes de la casa:
—Daniel, ¿estás ahí?
Mi respuesta fue inmediata:
—
“Si madre soy yo, ya he llegado”
No
tardó en llegar el reproche:
— ¿Tanto te cuesta hacerte ver?
Frase
que cuadraba perfectamente con mi situación, me hubiera gustado ser invisible.
Sabía que mi padre no tardaría en llegar del trabajo, también entendía lo que
iba a suceder y me estaba preparando. ¿Cómo?, no se me ocurrió otra idea que
ponerme de rodillas sobre la cama y como si fuera un autómata, mirar
obsesivamente siete dedos de mi mano, uno por cada “cate”.
No
se bien el tiempo que estuve en esa actitud, pero el colchón bajo mis rodillas
ya parecía horadarse. Sonó la puerta de entrada con inusitado estrépito. No
podía fallar, tamaña intensidad de sonido indicaba que acababa de llegar mi
padre. A continuación una frase llegó a mis aturdidos oídos, la estaba
esperando:
—“María,
¿ha llegado ya Daniel?...
Diablos
y más diablos, es que no podría esperar un poco más, llega y ya está
preguntando por mí, que obsesión:
—
“Está en la habitación, Gerardo”
—
“Dile que
venga María”
Ya
estamos, el muy… tiene que usar a mi madre como cómplice de mi tortura.
—
“Daniel, sal de ahí, ha llegado tu padre”…
Como
si no me hubiera enterado…
—
“Voy”.
Lentamente
abrí la puerta de mi habitación, apenas sufrieron las bisagras por mi empuje,
más lentamente aún me encaminé hacia el punto fatídico del comedor, empujé la
puerta suavemente y salió de mi garganta una palabra entrecortada, casi parecía
un carraspeo:
—“Hola”
Su
contestación no dejó de sorprenderme:
—“Que te pasa en la voz hijo, ¿estás
acatarrado?”
Hubiera
resoplado de buen gusto, pero me contuve. Más que una sonrisa, sentí que en mi
rostro se dibujaba una mueca, fruto del desconcierto:
—“Venga, a comer, hoy tengo algo de prisa”
Será
posible—me preguntaba—, es que no se acuerda que hoy tenía que entregarle la
cartilla con las notas. Empezamos a
tomar el alimento, y a cada bocado esperaba
oír la consabida pregunta:
— ¿Y bien, donde están esas notas?,
Pero
no. Acabó de comer, se rozaron sus labios con la servilleta, dio un beso a mi
madre, me hizo un gesto extraño con la mano y se fue. Aquello me sentó como una
tregua a mi condena… Al acabar de comer volví a la habitación, me puse de
rodillas sobre la cama, justo en los dos huecos que ya existían, miré los siete
dedos de mi mano y empecé a balancearme obsesivamente, recitando mentalmente el
mantra: “siete, siete, siete”...
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