Capítulo de: Memorias de una ardilla - Un dulce misterio-
Decidí
quedarme a pasar el invierno en la masía, que mejor sitio cuando el tiempo
apremiaba. Tendría comida, compañía, un lugar donde dormir y estaría libre de
todo riesgo. Pronto conocí el tejado de incontables tejas rojas. La chimenea de
piedra, casi siempre caliente y humeando desde sus entrañas. El pajar lleno de
escondrijos y pequeños ratones, con sus vigas de madera y nidos de golondrina
hechos de barro en primavera y que ahora estaban abandonados. El corral donde
apestaban los cerdos y alborotaban las gallinas. El establo donde vivía
“Rubia”, la yegua. El almacén de leña, entre cuyos troncos cortados dormí mi
segunda noche en la masía. La caseta de “Duc”, el enorme perro pastor alemán.
El garaje con aroma a grasa y gasolina, donde el padre de Eva guardaba el coche
y el tractor. La marquesina de madera bajo la cual estaba el antiguo lavadero.
Las grietas de la fachada de piedra por las que subía hasta la ventana ovalada
que daba a las golfas, llenas de polvo y trastos viejos. El huerto solo poblado
por algunas coles. El jardín que esperaba tiempos mejores en primavera. La
amplia explanada de la entrada donde antaño se aventaba el trigo. Los nogales,
la higuera y el palo santo, que pacientemente aguardaban su tiempo para el
fruto. El deslustrado sillón junto al pequeño soportal de la entrada, trono de
“Michinu” el gato siamés.
También la
masía guardaba sus misterios, incógnitas que yo no podía descifrar. Como el
enigmático pozo redondo, ahora en desuso, cuyo fondo infinito y lleno de
vértigo parecía atraerme hasta lo más hondo de la tierra. O la puerta al final,
en el lateral de la casa, siempre cerrada, recelosa de abrirse a sus secretos.
Pero de
todas las cosas que ocupaban la masía, lo que más me atraía, lo que más me
impresionaba, era el enorme ciprés. Se alzaba hasta casi tres veces la altura
de la casa. Era viejo y venerable. De tronco firme y recio, con una corteza
gris pardusca de arrugas superficiales
en espiral. Contrastaba con todos los árboles del entorno y se alzaba
majestuoso y elegante sobre ellos haciéndose visible muy a lo lejos. Me gustaba
mucho subir por su espeso follaje de finas hojas color verde oscuro, progresar
a través de su copa estrecha y en columna, que se iba afilando hasta acabar en
un ápice puntiagudo. Desde su máximo extremo contemplaba el bosque a mis pies,
imaginando ser una nube en el día y una estrella en la noche. Me dejaba mecer
por el viento mientras observaba el mundo de la masía reducido en su tamaño.
Eva, con
la ayuda de su padre, me había construido un precioso nido de madera, que
colocó en el alféizar de su ventana. Ella no entendía porque yo renuncié a su
amoroso ofrecimiento, para elegir hacer mi propio nido entre la copa del
ciprés. Con pequeñas ramas de pino que recogí en el bosque, entrelazándolas,
recordando como lo construía madre, di al refugio la forma de una cuenca
esférica. Luego me fui al pajar donde obtuve el material que me serviría para
hacer una cálida y mullida cama.
Tampoco
Eva acababa de entender, porqué contadas veces tomaba el alimento que ella me
dejaba junto al nido de madera. Prefería adentrarme, casi cada día, en el
bosque para procurarme el sustento por mis propios medios, pensaba hacerlo
mientras fuera posible. Pero siempre volvía a la masía, necesitaba de las
miradas y caricias de Eva más que de sus almendras y nueces; eso para mí, una
ardilla que podría parecer orgullosa e independiente, también era un misterio,
un dulce misterio.