No sabíamos por qué madre nunca nos
llevaba en una determinada dirección del bosque. Conocíamos las copas de muchos
árboles, habíamos penetrado en peligrosas zonas de matorrales, sabíamos del río
que fluía en la hondonada, atravesamos infinidad de sendas. Aquella zona no
parecía distinta y sin embargo jamás la habíamos hollado. Aprendimos a observar
el juego del pájaro reyezuelo en los zarzales y el temible vuelo bajo del
cernícalo. Nos reíamos de la musaraña y quedábamos inmóviles ante la proximidad
de la comadreja. Vimos al hombre, a la víbora, al cielo y hasta el mismo sol, a
la luna que plateaba la noche; acaso podíamos encontrar algo distinto en
aquella zona del bosque, el cuervo y su pareja la sobrevolaban, entre sus
árboles se escuchaban signos de vida. Nada allí parecía diferente, salvo el
rumor que de tanto en tanto surgía entre la espesura de ese sector
misterioso. Empezaba débil, se
intensificaba hasta hacerse vibrante y luego desaparecía tal como vino. A veces
los rumores eran seguidos, otras distantes uno de otro. Era imposible precisar
un tiempo, un ciclo, el rumor resultaba tan intrigante como una noche sin
sombras.
Mis hermanos, prudentes, se conformaban con seguir a madre y no se
complicaban la existencia; yo en cambio había nacido inquieta, curiosa, deseaba
conocerlo todo. Porqué el misterio tenía que frenar mi afán de descubrir. Sin
que madre lo supiera guié mis pasos hacia la zona del bosque que me intrigaba.
Al entrar quedé quieta, observando. Con los pinceles de mis orejas altos
rastreaba los sonidos, palpaba el aire estirando los bigotes, mientras mis ojos
redondos enfocaban el entorno. Me guiaba por el rumor, orientaba mis pasos
hacia él. Cuando más me acercaba menos parecían cantar los gorriones, pero el
mirlo continuaba saltando desde su cobijo en los arbustos y las arañas tejían
igual sus trampas a los insectos. Estaba cerca, cada vez más cerca. Ahora el
rumor, cuando llegaba, se había convertido en un zumbido rápido y cortante que
hería el espacio, pasaba y luego desaparecía.
Llegué a un punto donde terminaba la
hierba, la hojarasca, las pequeñas ramas y los brotes. Un camino ancho, frío y
gris rompía la espesura. Estaba formado por minúsculas piedras aprisionadas
sobre el suelo. Quedé quieta en el margen sin atreverme a pisarlo, luego anduve
por su borde. Apenas di unos pasos cuando pude ver a un sapo totalmente
aplastado sobre la superficie gris, estaba tan plano como una hoja. ¿Quién
podría haber hecho aquello? Decidí entrar en aquel lugar, justo entonces,
percibí de repente un ruido progresivo, constante. Me giré sorprendida en la
dirección del sonido, algo monstruoso avanzaba recto y veloz hacia mí. Sus
patas eran cortas y rodantes, el cuerpo voluminoso y ancho, con unos ojos
rectangulares y frontales que miraban fijos. Muy asustada intenté apartarme del
camino cruzándolo antes de que llegara la amenaza, pero al alcanzar el otro
extremo una enorme pared de piedra me impidió el paso. Quise escapar hacia el
otro lado y cuando ya estaba en la mitad del camino gris, el monstruo se
abalanzó sobre mí. Un instinto poderoso hizo que me quedara quieta y agachada
mientras era engullida por él en la cumbre de su sonido. Como por un milagro
reaccioné justo cuando el furor desapareció del lugar sin detenerse, me
encontraba ilesa. No paré de correr hasta dejar atrás
aquella zona maldita del bosque, y juré que nunca más volvería.
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