Quiero contar una historia de las que se pueden considerar como
extraordinarias, y que le sucedió hace un tiempo a un amigo, cuyo nombre no
importa.
El estaba pasando una mala época, se acababa de separar de su mujer y
para más INRI no le renovaron el contrato de trabajo, se encontraba en medio de
una vorágine de sentimientos que le producían un enorme vacío existencial. Tras
semanas de nula actividad y ostracismo decidió reaccionar y no se le ocurrió
otra cosa que desplazarse al Nepal en busca de encontrarse a si mismo,
decía.
Tras aterrizar en el aeropuerto de
Katmandú y establecerse en un pequeño hotel, decidió sin más dilación iniciar
un trekking en solitario de 11
km . hacia Boudhanath, considerado como uno de los
lugares sagrados budistas y en donde se encuentra una de las mayores estupas
esféricas de Nepal. Le impresionó el ambiente que se respiraba, no sabía el si
catalogarlo de religioso, espiritual, de calma, o de templado fervor… la gente
rodeaba la gigantesca estupa moviendo los rodillos de oración que no paraban de
rotar sobre si mismos…
Movido por un extraño instinto, según manifestó, tomó la decisión de
desplazarse hacia el monasterio budista de Khawalung no lejos de ahí… a mitad
del trayecto, se encontró casi de bruces con un monje budista que estaba descansando en un recodo del
camino. El monje se levantó, juntó las manos y al acorde con una ligera
inclinación de cabeza pronunció “Námaste”, al paso que le invitaba a degustar
un trozo de seitán. Aceptó y se sentaron uno junto al otro sin que mi amigo
acertara a pronunciar palabra… entonces el monje en un perfecto castellano le
dijo: “Hola”… aquello parecía como una invitación a iniciar una conversación:
—
¿Cómo sabes que yo hablo español?
—
Lo sé.
El monje callaba, tan solo sonreía enigmáticamente inspirando confianza,
por lo que mi amigo decidió seguir hablando.
—
¿Eres del monasterio?
—
Así es…
—
¿vienes o vas?
—
Acaso eso importa…
—
Si claro que importa… ese es mi caso… estoy
intentando encontrarme a mi mismo.
—
… y para eso has venido de tan lejos.
—
Bueno… ando algo perdido… no se donde está mi yo.
El monje calló durante segundos que parecían eternos, dirigiendo su
mirada al horizonte… tras esos instantes de recogimiento y silencio, preguntó a
mi amigo:
—
¿Puedes identificarte?
—
¿Qué quieres decir?
—
Señálate a ti mismo…
Entonces mi amigo apuntó los dedos de su mano derecha hacia el centro de
su pecho, al mismo tiempo que el monje pronunciaba:
—
Lo ves…
El monje se levantó y siguió su camino hacia el monasterio despidiéndose
de mi amigo con una frase arto intrigante:
—
Quizás nos volvamos a ver… Námaste.
Dos años después… mi amigo estaba transitando tranquilamente por las
Ramblas de Barcelona, cuando se encontró inesperadamente con una figura de
rasgos asiáticos que le resultó familiar. Ambos cruzaron las miradas, sonrieron
y se detuvieron. Era el monje tibetano que en su día halló en un recodo del
camino hacia el monasterio de Khawalung, solo que ahora vestía de occidental
sin hábito alguno.
—
Que casualidad…
—
Tú crees…
—
¿Como es que estás aquí?
—
No es la primera vez que vengo… suelo visitar
varios centros budistas aquí en Barcelona… por cierto, ¿has encontrado tu yo?
Entonces mi amigo colocó sus dedos a la altura del centro de su pecho y
respondió:
—
está aquí, siempre me acompaña.
El monje, del que no preguntó mi amigo su nombre, sonrió y tras
pronunciar: “Námaste” con una ligera inclinación y juntando sus manos,
simplemente siguió su camino.
Esta es la historia… y las conclusiones solo las sabe mi amigo.
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