De entrada, he de indicar,
que pese a haber sido educado en la religión católica, he de confesarme
agnóstico, no creo ni en los santos ni en lo que indica la Biblia, ni en un
Dios con cara, barba y ojos. Creo que sobre la experiencia, el desarrollo de la
inteligencia y la empatía con el próximo y la naturaleza, se han de sentar las
bases de la existencia. No obstante, permitirme que aún así exprese mis dudas
sobre un total pragmatismo. Creo que un halo mágico y misterioso envuelve
nuestras vidas y nos llena tanto de desconcierto como de esperanza. Es como un
presentimiento de que nunca estamos solos, y que nos falta mucho camino por
recorrer para entender los muchos misterios que nos ocupan.
Os voy a mostrar dos
circunstancias acontecidas en mi existencia como muestra de lo dicho
anteriormente:
Hace pocos años, trabajaba
como director administrativo en mi empresa. Estábamos imbuidos en plena crisis
e íbamos al límite de liquidez. Debía realizar un fuerte pago a un proveedor, y
paralelamente esperaba una transferencia importante de un cliente extranjero.
Llegado el momento y ante la imposibilidad de cumplir con el vencimiento del
importe, llamé al proveedor. Lo siento—dije—
como esto no lo arregle San Pancracio, no voy a poderte pagar. Justo cuando
acababa de colgar el teléfono, aparece un vendedor de trapos conocido nuestro, de
etnia gitana, por la puerta de la oficina. De manera totalmente inesperada, sin
que para nada hubiera escuchado la conversación, va y me regala una imagen en
formato A4, nada menos que de San Pancracio, que de paso diré que es patrón de
la salud y del trabajo. Me quedé anonadado, pero es que nada más salir por la
puerta este personaje, suena el teléfono. Era del banco para indicarme que ya
había llegado la ansiada transferencia del extranjero. Problema solucionado.
La otra circunstancia, es más emocionante. Hace ya muchos años,
estaba embobado, con una hermosa mujer a la que solía ver todos los días en el
mismo vagón cuando tomaba el tren después de salir del trabajo. Ella se
encargaba de cuidar a una veintena de jóvenes disminuidos a los que acompañaba
desde el centro donde pasaban el día, hasta sus casas. Estaba la mujer tan
ocupada en aquel vagón, que era imposible establecer conversación alguna. No
obstante, para mí era una gratificación observarla y hasta diría que me estaba
enamorando.
Pues bien, cierta semana, sin que ninguno de los dos supiera la
circunstancia del otro, ocurrió que ella dejaba ese trabajo, y yo ya no iba más
a tomar ese tren pues dejaba la casa en donde vivía. El resultado podía ser el
final de la historia, pero no.
Esa misma semana, estaba sufriendo por una muela. Decidí ir al
dentista en un extremo de la ciudad. Al salir, y aún no se porque lo hice, en
vez de tomar el metro u otro medio de locomoción, opté por cruzar la ciudad
andando hacia mi casa en el otro extremo, y os puedo asegurar que existía un
buen trecho... De la manera más insospechada, como si una mano misteriosa me
obligara a ello, decidí cruzar una importante calle, no por el paso de peatones
como es normal, sino por el primer sitio que se me ocurrió, hasta encontrarme
de bruces con una mujer. Se encontraba sentada en el banco de una parada de
autobús, envuelta en un abrigo negro… era ella. Hoy en día, y ya han pasado
unos cuantos años, es mi mujer, mi compañera.
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