... Todo aquel ambiente caótico no era lo mejor
para levantar el ánimo y sí que ayudaba mucho a sentirse deprimido. Me adentré
por un camino que extendía con nitidez su trayecto ondulante por entre la loma
pelada. Estaba rodeado de cientos de árboles ennegrecidos; eran cadáveres
abrasados, sin su sabia, sin su corteza, sin sus hojas, sin su oxigeno, sin su
belleza. En el suelo no se apreciaba más que las piedras y el color negro, todo
el sotobosque había desaparecido. Los caminos parecían serpientes quietas en un
terreno estéril. El silencio era sobrecogedor, nada se movía. El viento pasaba
como un fantasma sin detenerse en ningún sitio, como si quisiera ignorar la
tragedia. Los arroyos secos por el clima, eran como viejas heridas en un ser ya
muerto. Ni rastro de animales, de verdor; un solo olor, un solo color. Mi ánimo
se encogía cada vez más porque no encontraba lugar a la esperanza.
Y de repente en un recodo del camino, como
un milagro, apareció majestuoso un enorme pino que se erguía orgulloso y noble
en todo su verdor. Alrededor de él como si su presencia fuera un manto
protector, la hierba también aparecía intacta. Era como una isla verde en un
mar negro. Era la viva imagen, de lo que mi abuelo siempre me indicaba cuando
yo era pequeño. “Mira Roberto, no existe
la oscuridad total, ni la luz total, en
la alegría y en el dolor nada es total. Cuando veas que todo está oscuro, busca
y percibirás siempre un pequeño punto de luz. Cuando veas un bosque quemado busca y encontrarás siempre un brote verde“ El recuerdo de mi abuelo y aquel árbol
intacto me acercaba a la esperanza, no
dejaba de ser un punto de apoyo para confiar en que siempre existe algo o
alguien que nos puede animar a vivir...
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