domingo, 7 de abril de 2019

Novela: "La senda del Porvenir" (Parte 2)

   ...Llevaba mucho tiempo andando sin rumbo fijo, ya dos horas desde que salí de casa. Era libre, me sentía como si me hubiera emancipado del pasado, pero no sabía que hacer con el presente y ni idea de lo que me deparaba el futuro. Sin darme cuenta, me encontré frente a una estación de autobuses interurbanos. ¿Porque no? —me dije—. Así que entré en uno, pagué el correspondiente billete y me coloqué en uno de los asientos. No tardó en arrancar el autobús, ni idea de hacia donde se dirigía, ni lo pregunté, ¿Qué mas da?
—pensé—. Empezamos a discurrir por calles y más calles hasta abandonar la ciudad para introducirnos en una carretera. El campo sucedió a los edificios y a pesar de que ya las luces del nuevo día entraban de lleno por la ventanilla, empecé a notar el cansancio por no haber dormido esa noche y me desplomé sobre el asiento.

Una voz me despertó de golpe:

“Muchacho, es el final, ya hemos llegado”

Aquella frase me sonó muy extraña… “el final”, cuando para mí era el principio de no se sabía que. Ignoraba el tiempo que llevaba dormido, mucho al ver la hora en el reloj, las 13,15. Bajé del autobús en plena carretera, justo al pie de una marquesina. Observé que aquello parecía ser la parada de una pedanía, o de un pueblo de difícil acceso para el autobús. Fijé mi mirada en el entorno, árboles, muchos árboles formando parte de un bosque muy frondoso, y  en lontananza cúmulos montañosos. No muy lejos de ahí se adivinaban las casas de un pequeño pueblo: “Mozarrejo” según indicaba un cartel. Me encontré de lleno en una encrucijada, ¿que hacer?: dirigirme hacia el pueblo o introducirme en el bosque. Decidí la opción del bosque, al fin y al cabo tenía pertrechos, era verano y el contacto con la naturaleza siempre me había beneficiado.  

II


   No muy lejos de donde me encontraba, cruzando la carretera, observe una senda amplia que abría el bosque hacia el interior. Me dirigí hacia allí sin dudar, la decisión estaba tomada. Una senda siempre lleva a algún lugar, —me dije—. En esos momentos mi mente solo estaba dispuesta para alejarme de la triste y complicada situación familiar en que me encontraba. Entrar en aquel bosque era una liberación, para nada media las consecuencias que mi decisión podía suponer.

Me adentré con cierta alegría, respiraba profundo, sosegado, disfrutando de cada recodo del camino que se abría a mis pasos.
Percibía todos los olores, la brisa, los trinos de los pájaros, la luz tornasolada entre los árboles y arbustos. Todo era fresco y agradable para mis sentidos. Anduve mucho rato hasta que me detuve para sorber agua de la cantimplora. Observé la hora, habían pasado ya más de tres desde que me adentre en el bosque. Entonces me dí cuenta que tenía hambre, no había cenado la noche anterior, ni tan siquiera desayunado en la mañana, así que me detuve bajo la sombra de un respetable roble. Abrí la mochila y literalmente devoré el salchichón, el pan, el queso, parte de los frutos secos y dos mandarinas. Me dí cuenta que ya me quedaban pocos víveres, así que paré en seco para conservar lo poco que tenía. En ese momento noté que me embargaba un extraño instinto. Había penetrado mucho en el bosque, realizando varios cambios de dirección y encontrándome unas cuantas encrucijadas. Tal era la situación que dudaba en poder encontrar el camino de vuelta. Pero… ¿vuelta hacia donde? —me preguntaba interiormente—. Así que me levanté, recogí todos mis pertrechos y decidí continuar por una senda muy estrecha, seguí y seguí hasta que sin darme cuenta el sotobosque hizo desaparecer el camino. Me vi envuelto de repente en un laberinto. Volví hacia atrás, desandando mis pasos, pero no lograba encontrar la insegura senda. Mi despiste era enorme y empecé a sentirme presa de la zozobra.

Entonces decidí parar e intentar calmarme, en vez de andar como un pato mareado en un garaje, otra expresión que no es mía y que en ocasiones mis compañeros del “cole” me habían brindado. Respiré hondo, tratando de que mi pecho dejara de rebrincar como un poseso. Ya más tranquilo empecé a meditar:
 —Daniel, la has fastidiado, no conoces los alrededores, no llevas mapa, ni brújula, nadie sabe donde estás, ni siquiera yo mismo, apenas tengo comida y la cantimplora medio vacía…pero llevo una navaja suiza, un mechero, claro que de ropa ando escaso, apenas la cazadora que ahora llevo colgada de la mochila para abrigarme si es necesario…y es que además dejé el móvil en casa para que no intentaran localizarme—.

¡¡¡La he “cagado”, la he vuelto a “cagar”… como siempre!!! … “que mal rollo” Solté esta vez con rabia desde mis adentros como un intento de desahogo. Me hubiera puesto a llorar como un chiquillo, pero pronto entendí que para nada me serviría, así que decidí continuar, pero… ¿hacia donde? Instintivamente opté por subirme a un árbol para otear los alrededores, pero solo llegué a percibir que estaba rodeado de una extensa vegetación. Observé que desde donde me encontraba, el bosque se inclinaba hacia arriba, así que subí penosamente enganchándome con las zarzas, las ramas y resbalando continuamente por la pinaza que se deslizaba bajo mis pies. Por fin alcancé el promontorio, solo para entender que me había perdido.

El único punto de referencia que tenía eran las montañas que se apreciaban a lo lejos, pero esa cordillera resultaba ser muy extensa y me costaba encontrar la dirección optima para regresar al punto de partida. Si hacia arriba no había salida, solo quedaba ir hacia abajo
 —pensé— y me dispuse a continuar. A todo esto, ya eran las siete de la tarde, pronto la noche se cerniría sobre el bosque y sería imposible caminar.  No me había traído la linterna, ni idea de que la podía necesitar cuando decidí marchar de casa.

Y al pensar en la linterna y que mi mente se detuviera en la palabra casa, paré en seco: “Han pasado muchas horas desde que salí de madrugada, me habrán echado en falta y seguro que estarán tras mi busca…pero lo tienen crudo, va a ser difícil que recaben en pista alguna para encontrarme, así que todo depende de mí” —pensé— Entré en un estado de excitación, mis músculos empezaron a activarse y en mi cerebro solo cabían las decisiones, porque estaba claro que esa noche tendría que pasarla en el bosque. Así que decidí buscar un refugio. Tras alcanzar la parte llana del bosque, durante un buen rato intenté encontrar algo, pero nada, solo árboles y más árboles, maleza y más maleza. Por fin, me dí de bruces con el tronco recio de un pino, caído sobre una roca y formando una inclinación por encima del suelo. Hacer una cabaña no era nuevo para mí, una vez con un tío Mio y en compañía de mis dos primos realizamos una durante una excursión, así que me dispuse a empezar. Busqué ramas altas entre las que había en el suelo, corté afanosamente otras con la navaja suiza que tenía una hoja de sierra y poco a poco colocándolas en forma de A sobre el tronco caído apareció el improvisado albergue. Luego recogí de los alrededores numerosa pinaza para colocarla en la base de la cabaña y poder así aislarme de la humedad.
A todo esto ya quedaba poca luz, por fortuna era el mes de Junio y el día se alargaba dándome todavía opción de buscar ramas secas para hacer una fogata, la iba a necesitar para calentarme, y de paso si alguna persona viera el humo, quizás dedujera que alguien estaba en peligro dentro del bosque.

Limpié la zona cercana a la cabaña para evitar que las llamas de la fogata se extendieran al bosque, y previamente busqué piedras para rodear el fuego. La noche ya se cernía sobre mí, así que con hojarasca y pinaza encendí la hoguera gracias a la fortuna de haberme traído un mechero, y aún no me explico porqué lo hice ya que por supuesto no fumo.  

Otra expresión que no es mía, pasé: “la noche del loro” eso decía mi padre a mi madre cuando le confesaba que no había pegado ojo ni descansado, pensando en sus cosas. Lo cierto es que no paré en toda la noche de oír ruidos que constantemente me alertaban, algunos más intensos que otros, y seguro que más de un animal rondaba por ahí.  Además solo podía calentar una parte de mi cuerpo y no paré de echar leña al fuego por si se apagaba. Tenía miedo y todos mis sentidos estaban alerta. En mi mano una gruesa rama como defensa ante cualquier contingencia. Ni siquiera me quedé dentro del improvisado refugio, opté por estar acurrucado y cambiando de posición ante la lumbre para que mi cuerpo no se enfriara.

 Por fin llegaron las primeras luces del alba, dejé de alimentar la fogata hasta que solo quedaron brasas candentes. No tardaron en aparecer los primeros rayos del sol en la pequeña explanada donde me encontraba, y la confianza que me ofrecía esa luz, junto al calorcito de las brasas, provocaron que entrara de lleno en un profundo sueño.

Cuando desperté el sol ya estaba en lo alto. Tenía hambre, así que abrí la mochila y liquidé todo el alimento que me quedaba sin pensar en las consecuencias. Como también la sed me acompañaba, no dudé en desenroscar la tapa de la cantimplora, para sorber toda el agua  hasta dejarla vacía.

De repente  sentí el embargó de una sensación muy extraña que provocó que mi ánimo se encogiera. Me encontraba solo, tremendamente solo y perdido en un bosque desconocido. Habían pasado muchas horas desde que salí de casa, me estarían buscando. No dudaba del sufrimiento de mis padres por mi desaparición. Mis ansias de libertad se estaban acabando para convertirse en el inicio de una pesadilla. Acurrucado rompí a llorar.

Ese llanto, provocó en mí cierto desahogo, así que intenté calmarme y pensar. Algo tenía que hacer para salir de allí. Luego ya veríamos que es lo que se podía hacer para solucionar mi situación, pero primero intentar salir de aquel laberinto. Instintivamente, me puse de frente al sol, abrí los brazos hasta ponerlos en cruz y pensé: “El sol sale por el este y se oculta por el oeste, luego estoy de frente con el sur y las montañas al fondo. Tendría que ir pues hacia el norte para llegar a la carretera.

Recogí la mochila ya más ligera, la coloqué sobre mi espalda y  en la dirección elegida me adentré por la maraña del bosque en busca de alguna senda.  Pasaron una hora, dos, tres y no conseguía el objetivo. Era desesperante, de repente me encontraba con una zona rocosa, subía al promontorio y miraba al horizonte, solo árboles y más árboles. Y lo peor es que ni tan siquiera lograba encontrar las referencias de las montañas al estar imbuido por la masa boscosa. Tan solo observaba como los rayos del sol penetrando entre la arboleda se hacían cada vez más oblicuos. La tarde iba tocando a su fin. Tenía hambre, sed y me encontraba ya muy cansado. La desesperación se iba cerniendo en mi ánimo, pero decidí no darme por vencido y continuar.

La luz cada vez era más escasa, y lo peor es que estaba tan convencido de que encontraría la carretera, que ni tan siquiera pensé en la posibilidad de tener que preparar un refugio para pasar la noche. Me dejé caer derrumbado al pie de un árbol. Notaba la boca reseca y que me estaban faltando las energías. Aún así decidí no rendirme y realizar un último esfuerzo.

De repente, ya casi rondando la oscuridad, observé una zona del bosque que no parecía desconocida: “Ya estoy salvado” —pensé—  “quizás ya estoy cerca de la carretera”, y al entrar en un pequeño claro del bosque… me topé de bruces con el refugio del árbol caído y los restos de la fogata de la noche anterior… Me había pasado toda la tarde andando en círculo.

Bueno —me dije— “Del mal el menos” el refugio todavía está en su sitio y aún queda leña junto a los restos de la fogata. Tengo el mechero, así que solo queda encender la hoguera y pasar aquí la noche.


Con el fuego ya en apogeo, esta vez, rendido por el cansancio, me dejé caer sobre la pinaza bajo la improvisada choza. Un tremendo sopor se apoderó de mí, cerré los ojos y quedé dormido. Esa noche, a buen seguro que habría ruidos, animales rondando por ahí, sombras amenazantes, pero nada de eso alertó mis miedos. El sueño y el cansancio pudieron con ellos...


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