...Llevaba mucho tiempo andando sin rumbo fijo, ya dos
horas desde que salí de casa. Era libre, me sentía como si me hubiera
emancipado del pasado, pero no sabía que hacer con el presente y ni idea de lo
que me deparaba el futuro. Sin darme cuenta, me encontré frente a una estación
de autobuses interurbanos. ¿Porque no? —me dije—. Así que entré en uno, pagué
el correspondiente billete y me coloqué en uno de los asientos. No tardó en
arrancar el autobús, ni idea de hacia donde se dirigía, ni lo pregunté, ¿Qué
mas da?
—pensé—. Empezamos a discurrir por calles y más
calles hasta abandonar la ciudad para introducirnos en una carretera. El campo
sucedió a los edificios y a pesar de que ya las luces del nuevo día entraban de
lleno por la ventanilla, empecé a notar el cansancio por no haber dormido esa
noche y me desplomé sobre el asiento.
Una voz me despertó de golpe:
—“Muchacho,
es el final, ya hemos llegado”
Aquella frase me sonó muy extraña… “el final”,
cuando para mí era el principio de no se sabía que. Ignoraba el tiempo que
llevaba dormido, mucho al ver la hora en el reloj, las 13,15. Bajé del autobús
en plena carretera, justo al pie de una marquesina. Observé que aquello parecía
ser la parada de una pedanía, o de un pueblo de difícil acceso para el autobús.
Fijé mi mirada en el entorno, árboles, muchos árboles formando parte de un
bosque muy frondoso, y en lontananza
cúmulos montañosos. No muy lejos de ahí se adivinaban las casas de un pequeño
pueblo: “Mozarrejo” según indicaba un cartel. Me encontré de lleno en una
encrucijada, ¿que hacer?: dirigirme hacia el pueblo o introducirme en el
bosque. Decidí la opción del bosque, al fin y al cabo tenía pertrechos, era
verano y el contacto con la naturaleza siempre me había beneficiado.
II
No muy lejos de donde me encontraba, cruzando la
carretera, observe una senda amplia que abría el bosque hacia el interior. Me
dirigí hacia allí sin dudar, la decisión estaba tomada. Una senda siempre lleva
a algún lugar, —me dije—. En esos momentos mi mente solo estaba dispuesta para
alejarme de la triste y complicada situación familiar en que me encontraba. Entrar
en aquel bosque era una liberación, para nada media las consecuencias que mi
decisión podía suponer.
Me adentré con cierta alegría, respiraba profundo,
sosegado, disfrutando de cada recodo del camino que se abría a mis pasos.
Percibía todos los olores, la brisa, los trinos de
los pájaros, la luz tornasolada entre los árboles y arbustos. Todo era fresco y
agradable para mis sentidos. Anduve mucho rato hasta que me detuve para sorber
agua de la cantimplora. Observé la hora, habían pasado ya más de tres desde que
me adentre en el bosque. Entonces me dí cuenta que tenía hambre, no había
cenado la noche anterior, ni tan siquiera desayunado en la mañana, así que me
detuve bajo la sombra de un respetable roble. Abrí la mochila y literalmente
devoré el salchichón, el pan, el queso, parte de los frutos secos y dos
mandarinas. Me dí cuenta que ya me quedaban pocos víveres, así que paré en seco
para conservar lo poco que tenía. En ese momento noté que me embargaba un
extraño instinto. Había penetrado mucho en el bosque, realizando varios cambios
de dirección y encontrándome unas cuantas encrucijadas. Tal era la situación
que dudaba en poder encontrar el camino de vuelta. Pero… ¿vuelta hacia donde?
—me preguntaba interiormente—. Así que me levanté, recogí todos mis pertrechos
y decidí continuar por una senda muy estrecha, seguí y seguí hasta que sin
darme cuenta el sotobosque hizo desaparecer el camino. Me vi envuelto de
repente en un laberinto. Volví hacia atrás, desandando mis pasos, pero no
lograba encontrar la insegura senda. Mi despiste era enorme y empecé a sentirme
presa de la zozobra.
Entonces decidí parar e intentar calmarme, en vez
de andar como un pato mareado en un garaje, otra expresión que no es mía y que
en ocasiones mis compañeros del “cole” me habían brindado. Respiré hondo,
tratando de que mi pecho dejara de rebrincar como un poseso. Ya más tranquilo
empecé a meditar:
—Daniel, la has fastidiado, no conoces los
alrededores, no llevas mapa, ni brújula, nadie sabe donde estás, ni siquiera yo
mismo, apenas tengo comida y la cantimplora medio vacía…pero llevo una navaja
suiza, un mechero, claro que de ropa ando escaso, apenas la cazadora que ahora
llevo colgada de la mochila para abrigarme si es necesario…y es que además dejé el móvil en casa para que no intentaran
localizarme—.
¡¡¡La he “cagado”, la he vuelto a “cagar”… como
siempre!!! … “que mal rollo” Solté esta vez con rabia desde mis adentros como
un intento de desahogo. Me hubiera puesto a llorar como un chiquillo, pero
pronto entendí que para nada me serviría, así que decidí continuar, pero…
¿hacia donde? Instintivamente opté por subirme a un árbol para otear los
alrededores, pero solo llegué a percibir que estaba rodeado de una extensa
vegetación. Observé que desde donde me encontraba, el bosque se inclinaba hacia
arriba, así que subí penosamente enganchándome con las zarzas, las ramas y
resbalando continuamente por la pinaza que se deslizaba bajo mis pies. Por fin
alcancé el promontorio, solo para entender que me había perdido.
El único punto de referencia que tenía eran las
montañas que se apreciaban a lo lejos, pero esa cordillera resultaba ser muy
extensa y me costaba encontrar la dirección optima para regresar al punto de
partida. Si hacia arriba no había
salida, solo quedaba ir hacia abajo
—pensé— y me
dispuse a continuar. A todo esto, ya eran las siete de la tarde, pronto la
noche se cerniría sobre el bosque y sería imposible caminar. No me había traído la linterna, ni idea de
que la podía necesitar cuando decidí marchar de casa.
Y al pensar en la linterna y que mi mente se
detuviera en la palabra casa, paré en seco: “Han
pasado muchas horas desde que salí de madrugada, me habrán echado en falta y
seguro que estarán tras mi busca…pero lo tienen crudo, va a ser difícil que
recaben en pista alguna para encontrarme, así que todo depende de mí” —pensé— Entré en un estado de excitación, mis
músculos empezaron a activarse y en mi cerebro solo cabían las decisiones, porque
estaba claro que esa noche tendría que pasarla en el bosque. Así que decidí buscar
un refugio. Tras alcanzar la parte llana del bosque, durante un buen rato
intenté encontrar algo, pero nada, solo árboles y más árboles, maleza y más
maleza. Por fin, me dí de bruces con el tronco recio de un pino, caído sobre
una roca y formando una inclinación por encima del suelo. Hacer una cabaña no
era nuevo para mí, una vez con un tío Mio y en compañía de mis dos primos
realizamos una durante una excursión, así que me dispuse a empezar. Busqué
ramas altas entre las que había en el suelo, corté afanosamente otras con la
navaja suiza que tenía una hoja de sierra y poco a poco colocándolas en forma
de A sobre el tronco caído apareció el improvisado albergue. Luego recogí de
los alrededores numerosa pinaza para colocarla en la base de la cabaña y poder
así aislarme de la humedad.
A todo esto ya quedaba poca luz, por fortuna era el
mes de Junio y el día se alargaba dándome todavía opción de buscar ramas secas
para hacer una fogata, la iba a necesitar para calentarme, y de paso si alguna
persona viera el humo, quizás dedujera que alguien estaba en peligro dentro del
bosque.
Limpié la zona cercana a la cabaña para evitar que
las llamas de la fogata se extendieran al bosque, y previamente busqué piedras
para rodear el fuego. La noche ya se cernía sobre mí, así que con hojarasca y
pinaza encendí la hoguera gracias a la fortuna de haberme traído un mechero, y
aún no me explico porqué lo hice ya que por supuesto no fumo.
Otra expresión que no es mía, pasé: “la noche del loro” eso decía mi padre a mi madre cuando le confesaba que no
había pegado ojo ni descansado, pensando en sus cosas. Lo cierto es que no paré
en toda la noche de oír ruidos que constantemente me alertaban, algunos más
intensos que otros, y seguro que más de un animal rondaba por ahí. Además solo podía calentar una parte de mi
cuerpo y no paré de echar leña al fuego por si se apagaba. Tenía miedo y todos
mis sentidos estaban alerta. En mi mano una gruesa rama como defensa ante
cualquier contingencia. Ni siquiera me quedé dentro del improvisado refugio,
opté por estar acurrucado y cambiando de posición ante la lumbre para que mi
cuerpo no se enfriara.
Por fin
llegaron las primeras luces del alba, dejé de alimentar la fogata hasta que
solo quedaron brasas candentes. No tardaron en aparecer los primeros rayos del
sol en la pequeña explanada donde me encontraba, y la confianza que me ofrecía
esa luz, junto al calorcito de las brasas, provocaron que entrara de lleno en
un profundo sueño.
Cuando desperté el sol ya estaba en lo alto. Tenía
hambre, así que abrí la mochila y liquidé todo el alimento que me quedaba sin
pensar en las consecuencias. Como también la sed me acompañaba, no dudé en
desenroscar la tapa de la cantimplora, para sorber toda el agua hasta dejarla vacía.
De repente
sentí el embargó de una sensación muy extraña que provocó que mi ánimo
se encogiera. Me encontraba solo, tremendamente solo y perdido en un bosque
desconocido. Habían pasado muchas horas desde que salí de casa, me estarían
buscando. No dudaba del sufrimiento de mis padres por mi desaparición. Mis
ansias de libertad se estaban acabando para convertirse en el inicio de una
pesadilla. Acurrucado rompí a llorar.
Ese llanto, provocó en mí cierto desahogo, así que
intenté calmarme y pensar. Algo tenía que hacer para salir de allí. Luego ya
veríamos que es lo que se podía hacer para solucionar mi situación, pero
primero intentar salir de aquel laberinto. Instintivamente, me puse de frente
al sol, abrí los brazos hasta ponerlos en cruz y pensé: “El sol sale por el
este y se oculta por el oeste, luego estoy de frente con el sur y las montañas
al fondo. Tendría que ir pues hacia el norte para llegar a la carretera.
Recogí la mochila ya más ligera, la coloqué sobre
mi espalda y en la dirección elegida me
adentré por la maraña del bosque en busca de alguna senda. Pasaron una hora, dos, tres y no conseguía el
objetivo. Era desesperante, de repente me encontraba con una zona rocosa, subía
al promontorio y miraba al horizonte, solo árboles y más árboles. Y lo peor es
que ni tan siquiera lograba encontrar las referencias de las montañas al estar
imbuido por la masa boscosa. Tan solo observaba como los rayos del sol
penetrando entre la arboleda se hacían cada vez más oblicuos. La tarde iba
tocando a su fin. Tenía hambre, sed y me encontraba ya muy cansado. La
desesperación se iba cerniendo en mi ánimo, pero decidí no darme por vencido y
continuar.
La luz cada vez era más escasa, y lo peor es que
estaba tan convencido de que encontraría la carretera, que ni tan siquiera
pensé en la posibilidad de tener que preparar un refugio para pasar la noche.
Me dejé caer derrumbado al pie de un árbol. Notaba la boca reseca y que me
estaban faltando las energías. Aún así decidí no rendirme y realizar un último
esfuerzo.
De repente, ya casi rondando la oscuridad, observé
una zona del bosque que no parecía desconocida: “Ya estoy salvado” —pensé— “quizás ya estoy cerca de la carretera”,
y al entrar en un pequeño claro del bosque… me topé de bruces con el refugio
del árbol caído y los restos de la fogata de la noche anterior… Me había pasado
toda la tarde andando en círculo.
Bueno —me dije— “Del mal el menos” el refugio todavía está en su sitio y aún queda
leña junto a los restos de la fogata. Tengo el mechero, así que solo queda
encender la hoguera y pasar aquí la noche.
Con el fuego ya en apogeo, esta vez, rendido por el
cansancio, me dejé caer sobre la pinaza bajo la improvisada choza. Un tremendo
sopor se apoderó de mí, cerré los ojos y quedé dormido. Esa noche, a buen
seguro que habría ruidos, animales rondando por ahí, sombras amenazantes, pero
nada de eso alertó mis miedos. El sueño y el cansancio pudieron con ellos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario