...Abrí los ojos, o me pareció que lo hacía. No podía
mover ni un solo músculo… quizás por eso no tenía claro si es que seguía con
vida. Aquel lugar donde me encontraba, nada tenía que ver con aquel otro donde
cerré los ojos por última vez.
Debía de ser una cabaña, cuyas paredes eran de
madera a base de troncos rectilíneos y redondos. El techo formado por tablones planos
también de madera. El suelo también estaba cubierto por parecidos tablones. Dos
ventanas amplias a un costado por la que se filtraba una tenue luz y en medio
de las dos una puerta. Todo lo que podía ver pertenecía a un solo espacio. Una
mesa, sillas, estanterías que sostenían libros y objetos varios, también una
pica al lado de una cocina. En el otro lateral, un hogar a la altura del suelo,
donde aún humeaban las brasas. El ambiente lo notaba cálido y acogedor. Todo
parecía estar en orden y los olores que percibía eran agradables. Mi cuerpo
reposaba en un cómodo catre en una de las esquinas.
De
repente, como si fuera una alucinación apareció al abrirse la puerta, un hombre
ya muy mayor, de complexión fuerte y con una poblada barba blanca. Su vestimenta
era raída, tanto sus pantalones de pana como su camisa a cuadros.
Me
encontraba como en una nube, flotando, pero era una sensación mental porque mi
cuerpo parecía ser de plomo. Ese hombre se acercó con calma al catre donde yo
estaba. Sus ropas, pese a estar carcomidas por el uso, estaban limpias. Observé
sus ojos, de un azul claro intenso y también en su rostro una enigmática
sonrisa. En mi aturdimiento, llegue a pensar que estaba ya en una especie de
cielo, con la imagen de San Pedro observándome de muy de cerca. Pero
inmediatamente algo me devolvió a la realidad, mi mochila a un costado del
catre. Razoné con cierta intensidad…”no
puedes estar muerto, porque que diablos hace mi mochila en el cielo”
—pensé— Y como si ese hombre hubiera
adivinado mi pensamiento, pronunció de inmediato:
—
No estás alucinando… estás en mi cabaña.
—
¿Pero como… como es posible?
—
Te halle a primeras horas de la mañana, muy cerca
de aquí. Estabas inconsciente y me costó lo suyo traerte.
—
Entonces… ¿estoy vivo?
—
Solo estás extremadamente agotado, no parece serio
tu estado…Creo que eso es estar vivo.
—
¿Qué hora es?
—
Está anocheciendo, llevas durmiendo trece horas.
—
Pero es que apenas puedo moverme.
—
Es el ácido láctico que contrae e inmoviliza tu
musculatura, has perdido mucha energía y sin energía no hay movimiento.
Necesitas descansar y reponer algo de glucosa en tu organismo.
—
¿Dónde estoy… es usted médico?
—
Ya te lo he dicho, estás en mi cabaña y no soy
médico, pero algo se para reconocer tu cansancio... Ten, bebe, te lo he
preparado, tómalo despacio.
Me acercó un vaso con un líquido naranja, dudé en
tomarlo pero él insistió,
—
¿Qué es?
—
Zumo de zanahoria con miel, está rico.
Lo sorbí confiado y ya con ciertas ganas al
comprobar que era algo sabroso y que sin duda necesitaba mi organismo. El
hombre me siguió hablando con calma, con mucha calma
—
Ahora creo que lo más importante es que te repongas,
va ser de noche, demasiado tarde para tomar iniciativas. Mañana ya me cuentas
que estabas haciendo en el bosque… sin duda alguien te estará buscando, pero
ahora no podemos hacer nada.
Bueno—cavilé para mis adentros— “esto no modifica nada, sí, claro que me
estarán buscando, pero ahora estoy tan cansado que sería incapaz de dar un
paso. Ese hombre tiene razón y parece comprender
mi situación…mañana seguro que me encontraré mejor, pero de que me va a servir
si no se lo que va a ser de mí”. No quise que entrara en mi mente nada más,
para qué. El mañana es algo que siempre me ha asustado. El mañana era como una
lacra en mi recuerdo, tantas veces lo había oído en forma de reproche…”que va a ser de ti el día de mañana”…
Observé como el hombre de la poblada
barba blanca se retiraba de mi lado y se sentaba en un banco de madera, me
estaba dejando en paz con mis pensamientos.
Volví a quedar dormido y cuando desperté ya había
amanecido. Observé como me era más fácil mover brazos y piernas, hasta me pude
incorporar sin problemas. No había nadie en la cabaña, pero en el exterior se
oían ciertos ruidos, reconocí que eran golpes de hacha cortando troncos. Me dí
cuenta que llevaba puesto una especie de pijama que me quedaba bastante holgado,
algo en lo que hasta entonces no había reparado. Al salir al exterior, descubrí
una explanada de hierba rodeada de una espesa arboleda, en uno de los extremos
aparecía un sector vallado y en su interior lo que sin duda era un huerto.
Algunas gallinas parecían campar a sus anchas por la explanada. En una cuerda
extendida entre dos árboles, estaba mi deteriorada ropa secándose. El hombre de
barba blanca dejó su quehacer para acercarse a mí.
—
Celebro que ya estés mejor… vamos dentro, necesitamos desayunar.
Titubeando le respondí con cierta timidez… como lo
que sentía ser, un invitado inesperado y por supuesto agradecido.
—
Buenos días… si, si claro, gracias, gracias por
todo.
—
Gracias, porqué… ¿acaso tu no me hubieras recogido
de haberme encontrado en el bosque en mal estado?
—
Supongo que sí… pero no se si hubiera sido capaz de
traerle hasta aquí.
—
Todos somos capaces de hacer cosas impensables,
cuando nos toca hacerlas.
El anciano, porque era eso un anciano, ¿Qué edad
tendría? ¿Setenta años, más? se acercó a la puerta de la cabaña donde yo me
encontraba, y con suavidad puso la mano sobre mi hombro para invitarme a entrar.
Sobre una mesa rectangular cubierta por un mantel a
cuadros rojos y blancos, tenía ya preparado el desayuno. Zumo de zanahoria,
rebanadas de pan, miel, azúcar moreno y mermelada roja. Me invitó a que
empezara y el hambre se me despertó de golpe. El anciano me sugirió que comiera
con calma y procurara no atragantarme. Parecía estar más preocupado de que yo
me recuperara, antes que empezar a interrogarme, algo que esperaba ocurriera a
no tardar.
Me observó mientras devoraba el desayuno, y en un
momento dado pronunció:
—
A juzgar por el estado de tus ropas, fiel reflejo de lo mal que te encontrabas, se
diría que llevabas tiempo en el bosque.
Más que la pregunta fue una insinuación, algo que
en cierto modo me pilló por sorpresa. Estaba más acostumbrado a los reproches.
Aquella frase, la interpreté como una invitación a que yo me expresara, sin
ningún tipo de coacción.
—
Tres noches he pasado a la intemperie, señor.
—
No, que tal si me llamas por ni nombre, Raúl.
—
Bueno, yo soy Daniel…me llamo Daniel.
—
Daniel…
¿has dicho Daniel?
—
Sí, claro, así
me llamo.
Ambos sonreímos… no noté ningún tipo de presión,
era, era como si ese hombre me diera toda la libertad y el tiempo del Mundo
para que yo empezara a hablar… y hablé, le conté toda mi epopeya de cabo a
rabo, desde que salí de casa, hasta que tras adentrarme en ese bosque, me
perdí.
Noté como me escuchaba con suma atención, sin
interrumpirme, dejándome hablar y hasta cierto punto dándome pie a que yo me
desahogara, algo que no hice porque solo me limité a narrar lo acontecido desde
que tomé el autobús sin entrar en más detalles. Al acabar de hablar, se produjo
unos instantes de silencio, como si se hubiera producido un vacío en el tiempo.
Raúl suspiró suavemente, antes de que por sus labios sugieran las palabras.
—
Has demostrado tener valor, en ningún momento te
has dado por vencido…No tienes ni idea de lo que acabas de hacer… Bien, hoy no
va a ser posible que te acompañe hasta el punto más próximo civilizado, está a
más de cuatro horas de camino y no te veo yo en condiciones de hacer esa
caminata. Mañana nos pondremos en marcha.
“Ya está”
—pensé— “eso es todo, no me vas ha hacer
ninguna pregunta más… y si yo no quiero ir a donde no quiero ir”…Tras
acabar de desayunar, Raúl se levantó y se dirigió hacia la puerta tras decirme:
—
Acompáñame si quieres, voy al huerto.
Y lo hice, siguiendo su andar pausado. Abrió una
portezuela en un lado de la valla y entramos. Era un espacio amplio y
rectangular de unos doce metros de largo
por seis de ancho. Reconocí la hoja de las zanahorias y de las patatas,
ensaladas de varios tipos, tomates cubiertas las matas por una tupida malla
verde para protegerlas del sol, más matas pero de judías sujetas a cañas, y más
variedad de productos hortícolas, algunos de los cuales no conocía y que Raúl
me ayudó a identificar. Le ayudé a regar tomando el agua de una pequeña alberca
con una regadera. Me explicó como conseguía llegar el agua hasta allí, a base
de un canalón sobre el tejado de la cabaña que recogía el agua de la lluvia, y
cuando esta fallaba no le quedaba otro remedio que llenar la alberca con agua
del cercano arroyo. Me sentía bien en ese entorno, más tranquilo, relajado. No
paraba de hacerle preguntas a Raúl sobre el huerto y como se las apañaba para
tenerlo tan bien cuidado. Me contestaba diciendo que protegía las semillas de
todos los frutos, las conservaba y las ofrecía a la tierra en el momento
oportuno para que prosperaran y se convirtieran en lo que veían mis ojos. Me
dijo que la valla no era más que una invitación a los animales del bosque para
que buscaran su sustento en otro lugar, que él no mataba animales para
subsistir y que por supuesto no probaba nada relacionado con la carne. Tan solo
tomaba los huevos que le ofrecían media docena de gallinas acompañadas de un
par de enseñoreados gallos, todos ellos recluidos en un pequeño cobertizo que
se encontraba en el otro extremo de la explanada y separado del huerto. De día las aves
campaban a sus anchas y de noche ellas solas se recluían en su cobijo. También
me indicó que me enseñaría su despensa compuesta de compotas, mermeladas,
frutos secos recogidos en el otoño, olivas, aceite, mosto... Me explicó que en
un alto porcentaje podía considerarse autosuficiente. Me enseñó la trampilla
sobre el suelo de la cabaña, por la cual se accedía a un pequeño espacio
subterráneo que hacía las veces de nevera en verano. Periódicamente, o muy de
tanto en tanto, él tomaba las sendas del bosque, bien para recolectar
alimentos, o para llegar al pueblo que le quedaba más cerca y comprar alguna
reserva de arroz, harina, azúcar u otro tipo de alimento similar. Alimentos que
no eran fácilmente perecederos e imposibles de encontrar en el bosque...
No hay comentarios:
Publicar un comentario