martes, 9 de abril de 2019

Novela: "La senda del Porvenir" (Parte 4)

   ...Abrí los ojos, o me pareció que lo hacía. No podía mover ni un solo músculo… quizás por eso no tenía claro si es que seguía con vida. Aquel lugar donde me encontraba, nada tenía que ver con aquel otro donde cerré los ojos por última vez.

Debía de ser una cabaña, cuyas paredes eran de madera a base de troncos rectilíneos y redondos. El techo formado por tablones planos también de madera. El suelo también estaba cubierto por parecidos tablones. Dos ventanas amplias a un costado por la que se filtraba una tenue luz y en medio de las dos una puerta. Todo lo que podía ver pertenecía a un solo espacio. Una mesa, sillas, estanterías que sostenían libros y objetos varios, también una pica al lado de una cocina. En el otro lateral, un hogar a la altura del suelo, donde aún humeaban las brasas. El ambiente lo notaba cálido y acogedor. Todo parecía estar en orden y los olores que percibía eran agradables. Mi cuerpo reposaba en un cómodo catre en una de las esquinas.

   De repente, como si fuera una alucinación apareció al abrirse la puerta, un hombre ya muy mayor, de complexión fuerte y con una poblada barba blanca. Su vestimenta era raída, tanto sus pantalones de pana como su camisa a cuadros.

 Me encontraba como en una nube, flotando, pero era una sensación mental porque mi cuerpo parecía ser de plomo. Ese hombre se acercó con calma al catre donde yo estaba. Sus ropas, pese a estar carcomidas por el uso, estaban limpias. Observé sus ojos, de un azul claro intenso y también en su rostro una enigmática sonrisa. En mi aturdimiento, llegue a pensar que estaba ya en una especie de cielo, con la imagen de San Pedro observándome de muy de cerca. Pero inmediatamente algo me devolvió a la realidad, mi mochila a un costado del catre. Razoné con cierta intensidad…”no puedes estar muerto, porque que diablos hace mi mochila en el cielo” —pensé—  Y como si ese hombre hubiera adivinado mi pensamiento, pronunció de inmediato:

     No estás alucinando… estás en mi cabaña.

     ¿Pero como… como es posible?

     Te halle a primeras horas de la mañana, muy cerca de aquí. Estabas inconsciente y me costó lo suyo traerte.

     Entonces… ¿estoy vivo?

     Solo estás extremadamente agotado, no parece serio tu estado…Creo que eso es estar vivo.

     ¿Qué hora es?

     Está anocheciendo, llevas durmiendo trece horas.

     Pero es que apenas puedo moverme.

     Es el ácido láctico que contrae e inmoviliza tu musculatura, has perdido mucha energía y sin energía no hay movimiento. Necesitas descansar y reponer algo de glucosa en tu organismo.

     ¿Dónde estoy… es usted médico?

     Ya te lo he dicho, estás en mi cabaña y no soy médico, pero algo se para reconocer tu cansancio... Ten, bebe, te lo he preparado, tómalo despacio.

Me acercó un vaso con un líquido naranja, dudé en tomarlo pero él insistió,

     ¿Qué es?

     Zumo de zanahoria con miel, está rico.

Lo sorbí confiado y ya con ciertas ganas al comprobar que era algo sabroso y que sin duda necesitaba mi organismo. El hombre me siguió hablando con calma, con mucha calma

     Ahora creo que lo más importante es que te repongas, va ser de noche, demasiado tarde para tomar iniciativas. Mañana ya me cuentas que estabas haciendo en el bosque… sin duda alguien te estará buscando, pero ahora no podemos hacer nada.

Bueno—cavilé para mis adentros— “esto no modifica nada, sí, claro que me estarán buscando, pero ahora estoy tan cansado que sería incapaz de dar un paso. Ese hombre tiene razón y parece comprender mi situación…mañana seguro que me encontraré mejor, pero de que me va a servir si no se lo que va a ser de mí”. No quise que entrara en mi mente nada más, para qué. El mañana es algo que siempre me ha asustado. El mañana era como una lacra en mi recuerdo, tantas veces lo había oído en forma de reproche…”que va a ser de ti el día de mañana”… Observé como el hombre de la poblada barba blanca se retiraba de mi lado y se sentaba en un banco de madera, me estaba dejando en paz con mis pensamientos.

Volví a quedar dormido y cuando desperté ya había amanecido. Observé como me era más fácil mover brazos y piernas, hasta me pude incorporar sin problemas. No había nadie en la cabaña, pero en el exterior se oían ciertos ruidos, reconocí que eran golpes de hacha cortando troncos. Me dí cuenta que llevaba puesto una especie de pijama que me quedaba bastante holgado, algo en lo que hasta entonces no había reparado. Al salir al exterior, descubrí una explanada de hierba rodeada de una espesa arboleda, en uno de los extremos aparecía un sector vallado y en su interior lo que sin duda era un huerto. Algunas gallinas parecían campar a sus anchas por la explanada. En una cuerda extendida entre dos árboles, estaba mi deteriorada ropa secándose. El hombre de barba blanca dejó su quehacer para acercarse a mí.

     Celebro que ya estés mejor… vamos  dentro, necesitamos desayunar.

Titubeando le respondí con cierta timidez… como lo que sentía ser, un invitado inesperado y por supuesto agradecido.

     Buenos días… si, si claro, gracias, gracias por todo.

     Gracias, porqué… ¿acaso tu no me hubieras recogido de haberme encontrado en el bosque en mal estado?

     Supongo que sí… pero no se si hubiera sido capaz de traerle hasta aquí.

     Todos somos capaces de hacer cosas impensables, cuando nos toca hacerlas.

El anciano, porque era eso un anciano, ¿Qué edad tendría? ¿Setenta años, más? se acercó a la puerta de la cabaña donde yo me encontraba, y con suavidad puso la mano sobre mi hombro para invitarme a entrar.

Sobre una mesa rectangular cubierta por un mantel a cuadros rojos y blancos, tenía ya preparado el desayuno. Zumo de zanahoria, rebanadas de pan, miel, azúcar moreno y mermelada roja. Me invitó a que empezara y el hambre se me despertó de golpe. El anciano me sugirió que comiera con calma y procurara no atragantarme. Parecía estar más preocupado de que yo me recuperara, antes que empezar a interrogarme, algo que esperaba ocurriera a no tardar.

Me observó mientras devoraba el desayuno, y en un momento dado pronunció:

     A juzgar por el estado de tus ropas,  fiel reflejo de lo mal que te encontrabas, se diría que llevabas tiempo en el bosque.

Más que la pregunta fue una insinuación, algo que en cierto modo me pilló por sorpresa. Estaba más acostumbrado a los reproches. Aquella frase, la interpreté como una invitación a que yo me expresara, sin ningún tipo de coacción.

     Tres noches he pasado a la intemperie, señor.

     No, que tal si me llamas por ni nombre, Raúl.

     Bueno, yo soy Daniel…me llamo Daniel.  

     Daniel… ¿has dicho Daniel?

     Sí, claro, así me llamo.

Ambos sonreímos… no noté ningún tipo de presión, era, era como si ese hombre me diera toda la libertad y el tiempo del Mundo para que yo empezara a hablar… y hablé, le conté toda mi epopeya de cabo a rabo, desde que salí de casa, hasta que tras adentrarme en ese bosque, me perdí.

Noté como me escuchaba con suma atención, sin interrumpirme, dejándome hablar y hasta cierto punto dándome pie a que yo me desahogara, algo que no hice porque solo me limité a narrar lo acontecido desde que tomé el autobús sin entrar en más detalles. Al acabar de hablar, se produjo unos instantes de silencio, como si se hubiera producido un vacío en el tiempo. Raúl suspiró suavemente, antes de que por sus labios sugieran las palabras.

     Has demostrado tener valor, en ningún momento te has dado por vencido…No tienes ni idea de lo que acabas de hacer… Bien, hoy no va a ser posible que te acompañe hasta el punto más próximo civilizado, está a más de cuatro horas de camino y no te veo yo en condiciones de hacer esa caminata. Mañana nos pondremos en marcha.

Ya está” —pensé— “eso es todo, no me vas ha hacer ninguna pregunta más… y si yo no quiero ir a donde no quiero ir”…Tras acabar de desayunar, Raúl se levantó y se dirigió hacia la puerta tras decirme:

     Acompáñame si quieres, voy al huerto.


Y lo hice, siguiendo su andar pausado. Abrió una portezuela en un lado de la valla y entramos. Era un espacio amplio y rectangular de  unos doce metros de largo por seis de ancho. Reconocí la hoja de las zanahorias y de las patatas, ensaladas de varios tipos, tomates cubiertas las matas por una tupida malla verde para protegerlas del sol, más matas pero de judías sujetas a cañas, y más variedad de productos hortícolas, algunos de los cuales no conocía y que Raúl me ayudó a identificar. Le ayudé a regar tomando el agua de una pequeña alberca con una regadera. Me explicó como conseguía llegar el agua hasta allí, a base de un canalón sobre el tejado de la cabaña que recogía el agua de la lluvia, y cuando esta fallaba no le quedaba otro remedio que llenar la alberca con agua del cercano arroyo. Me sentía bien en ese entorno, más tranquilo, relajado. No paraba de hacerle preguntas a Raúl sobre el huerto y como se las apañaba para tenerlo tan bien cuidado. Me contestaba diciendo que protegía las semillas de todos los frutos, las conservaba y las ofrecía a la tierra en el momento oportuno para que prosperaran y se convirtieran en lo que veían mis ojos. Me dijo que la valla no era más que una invitación a los animales del bosque para que buscaran su sustento en otro lugar, que él no mataba animales para subsistir y que por supuesto no probaba nada relacionado con la carne. Tan solo tomaba los huevos que le ofrecían media docena de gallinas acompañadas de un par de enseñoreados gallos, todos ellos recluidos en un pequeño cobertizo que se encontraba en el otro extremo de la explanada  y separado del huerto. De día las aves campaban a sus anchas y de noche ellas solas se recluían en su cobijo. También me indicó que me enseñaría su despensa compuesta de compotas, mermeladas, frutos secos recogidos en el otoño, olivas, aceite, mosto... Me explicó que en un alto porcentaje podía considerarse autosuficiente. Me enseñó la trampilla sobre el suelo de la cabaña, por la cual se accedía a un pequeño espacio subterráneo que hacía las veces de nevera en verano. Periódicamente, o muy de tanto en tanto, él tomaba las sendas del bosque, bien para recolectar alimentos, o para llegar al pueblo que le quedaba más cerca y comprar alguna reserva de arroz, harina, azúcar u otro tipo de alimento similar. Alimentos que no eran fácilmente perecederos e imposibles de encontrar en el bosque...

  

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