... El capitán Arturo González, que así se llamaba, volvió al interior del
cuartelillo para indicarnos que podíamos salir, que sería inevitable nos
hicieran algunas fotos, pero que por favor nos abstuviéramos de hacer
declaración alguna. Fue entonces, cuando intentando deshacerme de tanto
barullo, les pedí a todos, que por favor me dejaran estar un rato a solas con
Raúl. Lo primero que se me ocurrió fue preguntarle sobre lo que había hablado
con los Guardias Civiles:
—
No es importante Daniel… son cosas nuestras.
—
¿Cosas vuestras?
—
Sí, nada que te afecte a ti, créeme.
—
Está bien, si no me lo quieres decir… pues nada,
estás en tu derecho, supongo.
—
Supones bien…
—
Raúl, ¿me gustaría volver a verte?
—
Eso pertenece al futuro…
—
Otra vez con tus frases inquietantes… tan difícil es
decirme que sí… o que no.
—
Verás… si me vuelves a ver, que sea con un
resultado por tu parte, sino es así puedes abstenerte.
—
Puñetas… mira que eres difícil.
—
Me has entendido perfectamente Daniel.
—
Supongo… pero si te llevo algún resultado, temo
perderme otra vez en el bosque.
—
Si tienes alguna duda, llegado el momento, si
llega, pregunta por el panadero del pueblo, es amigo mío.
—
Vale, entendido… entonces, no me queda más remedio
que marchar, ¿lo ves?
—
Perfectamente…
—
Raúl… sirve de algo que te diga, que…
—
¿Qué?
—
Déjalo… tan solo te pido un favor, dame un último
consejo.
Raúl se quedó un rato en silencio, como pensando
que clase de consejo darme… tras unos instantes, arrancó con la explicación:
—
Está bien…te contaré una leyenda del pueblo
Cherokee, ya sabes, indios americanos. En su momento me sirvió de mucho.
—
Sí, me suenan esos indios… Cuéntame.
—
Uno de esos indios, le preguntó al sabio de la
tribu: “Siento como si tuviera
dentro de mí dos lobos que se están entorpeciendo y hasta cierto punto
peleando, uno de ellos es violento, triste,
siempre está enojado y se quiere vengar de todo lo malo que me pasa… El otro está repleto de perdón, de compasión
y de amor…?Cual de los dos será el que gane la pelea?-dijo el indio— La respuesta que encontró por parte del
sabio de la tribu fue: “El que mejor sepas alimentar”
Quedé unos instantes pensativos, algo creí haber
entendido de esa historia, pero no mostré reacción alguna, quizás por eso Raúl
me regaló un segundo consejo.
—
No se si te has enterado de algo, pero te lo puedo
simplificar de la siguiente manera…No te quedes con que la vida es una mierda,
procura que tu propia vida no lo sea… ¿De acuerdo?
—
Sí, eso es más fácil de entender, pero no tan fácil
de aplicar… te juro que lo intentaré Raúl.
—
Guárdate los juramentos… y enfréntate sin miedo a
todas tus dudas.
Acto seguido me dirigí hacia mis padres ya
dispuestos para la marcha. Observé como Raúl se quedó en el local, como si
estuviera esperando a que desapareciera la marabunta para salir sin ser visto.
En el momento de abordar la calle, un sinfín de curiosos estaban esperando. Vi
como varias personas se acercaban con un micrófono. Mi padre, rechazó hablar.
Nos metimos en el coche mientras llovían fotos, unos con el móvil otros con
máquinas y teleobjetivos. Salimos pitando de Mozarrejo con destino a nuestra
casa.
En el trayecto paramos a comer en un
establecimiento de carretera. En todo momento, solo se me ocurrió pedir perdón,
mientras mis padres no paraban de indicarme lo mal que lo habían pasado esos
seis días, temiendo lo peor. Para nada entramos en las motivaciones que me
impulsaron a escapar de casa. Les pregunté sobre lo que les había dicho el
oficial de la Guardia civil, y simplemente me respondieron que tenían que
presentarse en el juzgado a realizar unos trámites, tan pronto les llegara una
notificación. Tan solo mi padre, mientras comíamos, me indicó que ya en casa
hablaríamos de todo con tranquilidad. El resto del recorrido de cuatro horas,
prácticamente estuvimos en silencio, como si fuera un ejercicio de meditación.
Los tres teníamos en que pensar.
V
Era el atardecer cuando llegamos a nuestro hogar.
Nada más entrar nos sentamos e intentamos relajarnos los tres. Como yo no había
parado de pedir perdón durante el trayecto, los dos, como si estuvieran de
acuerdo accedieron a perdonarme, no sin antes decirme que lo ocurrido no lo
olvidarían en la vida, algo a lo que yo también asentí.
Les conté casi toda mi peripecia, siendo muy
escueto en la relación con Raúl. Para nada hablé de sus disertaciones ni de sus
consejos, ni de su vida de ermitaño. Obvié bastantes pasajes de mi aventura y
procuré simplificarlo al máximo: “Me
perdí en el bosque, Raúl me encontró, me cuidó y me acompañó hasta el pueblo
más cercano, justamente el que correspondía al trayecto final del autobús que
tomé en mi huida”.
Lo que me producía cierta angustia a pesar de no ser una novedad, es que mis padres solo
parecían estar preocupados por mi salud, y para nada intentaban o no sabían
adentrarse en mis sentimientos. Algo que por cierto servía como mal menor, eso
me iba a facilitar ahorrarme de dar bastantes explicaciones.
Pasaron los días, el verano también. Yo seguí con
mi vida y mis padres con la suya, nada parecía haber cambiado. Era como si los
tres tuviéramos miedo de enfrentarnos a las motivaciones de mi huida. Pero de
lo que no tenía duda alguna era que las consecuencias de mi acción no tardarían
en aparecer.
Y a mediados de Septiembre llegó la sorpresa,
porque sorpresa es que te llegue una noticia sin previo aviso ni consulta
alguna. Mi padre se dirigió a mí para decirme que tenía la solución a mis
problemas con la escuela, ponerme a trabajar. Me había encontrado ocupación en
una panadería con un horario de siete de la mañana a tres de la tarde… el resto
del día era cosa mía, si bien tenía la obligación de acudir a un psicólogo de
la seguridad social una tarde a la semana. Muy serio me dijo que yo no tenía
más opción que aceptarlo y que cuando llegara a la mayoría de edad, que hiciera
lo que me diera la gana.
Ya me extrañaba a mí que no hubiera en todo ese
tiempo ningún mal “rollo”, pero por lo visto, la “venganza”, si es que se puede
hablar así, se estaba cociendo. Era como si mi padre, en cierto modo se
desprendiera de su responsabilidad, me
ofreciera una colocación y me dejara suelto con mi propia vida. Claro
que bien pensado esa circunstancia podría abrirme un abanico de posibilidades.
Y fue entonces cuando busqué refugio en el recuerdo de Raúl, en sus insólitos
consejos y decidí aceptar ese trabajo sin rechistar. Tenía que demostrarle al
ermitaño que sí, que yo era capaz de enfrentarme a todas mis dudas.
Llegué a la panadería acompañado de mi padre. La
escena la interpreté como si me estuviera enchufando en un trabajo por obra de sus
contactos. Luego me enteré que él dentro de su profesión les llevaba la
contabilidad. El caso es que me recibieron bien, con amabilidad. Tan pronto
quedé solo con el encargado empecé a sentirme como un pardillo totalmente
desconectado del lugar. Por fortuna no hubo risitas, ni cachondeo por mis
formas un tanto apocadas. Ese primer día de horas larguísimas y nerviosas, pasó
a través de un bombardeo de explicaciones por parte de los trabajadores de la
panadería, todos intentando ayudarme.
Transcurrió el primer mes, mientras poco a poco me iba
integrado en el trabajo de aquel lugar. Ya estaba conociendo lo que iba a ser
mi ocupación, una especie de “aprendiz chico para todo”. Unas veces hacía
recados, ya fueran buscando café a los empleados en el bar de al lado, también llevando
remesas de pan a algún restaurante próximo o a clientes habituales. Otras veces
ayudaba en la barra cuando la clientela era numerosa; y cuando lo consideraban
oportuno, me enseñaban dentro, en el horno,
como se hacía la masa para
realizar buñuelos, magdalenas o todo tipo de pan. Por supuesto que yo procuraba
mostrar el máximo interés en todas las explicaciones que me daban, siendo
atento y amable con todo el mundo.
Notaba en esas pocas semanas como a la vez que me
iba soltando en el trato con clientes y empleados, llegaban las simpatías hacia
mi persona. Reconozco que todos intentaban tratarme bien y lo conseguían, lo
cual me congratulaba enormemente y me hacía sentir cada vez más seguro.
No obstante algo iba mal. Percibía que depender
solo del trabajo en la panadería era como traicionarme a mi mismo. Corría el
riesgo de quedar aletargado y olvidarme de avanzar por la senda de mi propio
porvenir. En la panadería no se encontraba los albores de mi futuro.
Al acabar la jornada me dirigía a casa para comer.
Solo estaba mi madre porque ya mi padre había comido antes y se encontraba en
su trabajo. La tarde se me presentaba tediosa, los fines de semana también. Me
encerraba muchas veces en mi habitación para leer o escribir algo, también daba
largos paseos por la ciudad. Los días parecían alargarse como cuando estiras un
chicle, sin que me produjeran demasiada satisfacción.
Algo tenía
que hacer porque estaba lejos de poder encontrar consejos por parte de mis
padres. Era una sensación desesperante, como si me dijeran sin decirlo: “Toma, ahí tienes un trabajo y te lo montas tu mismo”. De acuerdo— pensaba— lo haré. Mi
propia mente no paraba de sugerirme que huyera de toda perturbación y que
reaccionara: “Debo hacerlo y pronto
porque el tiempo aunque lento, pasa y no para. Antes de que me de cuenta habré
perdido algún tren”. Por fortuna,
si es que a eso se le puede llamar fortuna, el mínimo salario que cobraba en la
panadería corría para mi cuenta, es decir, no me lo exigieron. Eso sí, fue mi
padre quien dijo: “Administra bien tu
salario porque va a ser el
sustento de tu futuro”. Una frase
inquietante que me sentó como una sentencia, como un reproche amagado por mi
mal comportamiento según su manera de entender las cosas. No iba a encontrar
demasiada ayuda por su parte, al menos eso parecía.
Debía reaccionar y hacerlo pronto, y lo hice. Sabía
que en el barrio existía una academia que impartía clases nocturnas, es decir
de siete a diez de la noche. Me enteré que estaban acreditados para impartir el
bachillerato, así que sin dudar un ápice me matriculé aunque el curso ya hacía
tres semanas que había comenzado. Paralelamente, por casualidad en el mismo
edificio, observé que en uno de los rellanos existía un taller de escritura.
Entré para averiguar en que consistía. Me atendió una mujer argentina, según me
dijo al preguntarle yo por su acento. Ella era la encargada del taller, y uno
de sus turnos de trabajo se realizaba de cinco a seis y media de la tarde.
¡Bingo!-me dije— dos líneas en uno. La mujer, tras explicarle mis motivaciones,
me abrió un espacio en su taller y dos días a la semana trabajaría con ella y
otros alumnos suyos.
Todos esos gastos surgirían de mi propio peculio.
Estaba notando lo que significa ser independiente. Lo que no acababa de
entender del todo, es de donde partía toda esa energía, esa fuerza y esa
motivación. De donde procedía el cambio que estaba notando. De ser un muchacho
apocado y asustadizo, a mostrarme decidido a luchar por mi futuro. Los
resultados no los conocía, no los podía conocer, pero iba a intentar por todos
los medio que llegaran a ser positivos.
Podría ser que una explicación al cambio surgiera
de mis entrevistas con la psicóloga de la seguridad social, una tarde a la
semana. Pudiera ser, porque lo único que ella hacía era escucharme mientras yo
me desahogaba y no paraba de contarle mi propia vida, mi aventura de la huida
hacia delante y mi encuentro con Raúl.
Otro aspecto que quizás pudiera haberme favorecido
era mi edad. Descubrí que me encontraba
mejor entre personas mayores. En todo lo relacionado con la panadería era así,
en la academia también todos eran mayores que yo, lo mismo ocurría en el taller
de escritura. Esos tres mundos nada tenían que ver con las dos escuelas que
hasta entonces había frecuentado. En cierto modo me sentía protegido por ser el
más pequeño en todo. Yo procuraba poner todo mi empeño para que las cosas
funcionaran. En el trabajo era serio, también lo era en la academia. Necesitaba
aprender, porque ya estaba empezando a otear cuales eran mis objetivos.
También empezaba a entender lo que significaba el
trabajo y la disciplina. Estaba muy atento a las explicaciones, lecciones y
pautas para mejorar. Incluso en el taller de escritura, tenía que sujetar mi
imaginación y ser lo suficientemente humilde para seguir las indicaciones y
correcciones de Zulema, como así se llamaba la directora. En los debates que
surgían de la lectura de nuestros trabajos, entre los que asistíamos al taller,
muchas veces tenía que morderme los labios ante las a veces sutiles y otras
veces descarnadas críticas. Pero nada de ello resultaba transcender, la
cuestión es que me encontraba muy ilusionado por avanzar y esa intención
superaba todas las dificultades.
El contenido de esos días, estaba pleno de un
ajetreo casi frenético de actividades. En casa prácticamente no me veían el
pelo. Los fines de semana los empleaba en estudiar y también en trabajar los
temas que nos encomendaban en el taller de escritura… y cuando por fin surgía
un momento de calma, solo una idea flotaba por mi cabeza, volver a ver a Raúl y
mostrarle un resultado..
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