martes, 16 de abril de 2019

Novela:"La senda del Porvenir" (Parte 11)

...  El capitán Arturo González,  que así se llamaba, volvió al interior del cuartelillo para indicarnos que podíamos salir, que sería inevitable nos hicieran algunas fotos, pero que por favor nos abstuviéramos de hacer declaración alguna. Fue entonces, cuando intentando deshacerme de tanto barullo, les pedí a todos, que por favor me dejaran estar un rato a solas con Raúl. Lo primero que se me ocurrió fue preguntarle sobre lo que había hablado con los Guardias Civiles:

     No es importante Daniel… son cosas nuestras.

     ¿Cosas vuestras?

     Sí, nada que te afecte a ti, créeme.

     Está bien, si no me lo quieres decir… pues nada, estás en tu derecho, supongo.

     Supones bien…

     Raúl, ¿me gustaría volver a verte?

     Eso pertenece al futuro…

     Otra vez con tus frases inquietantes… tan difícil es decirme que sí… o que no.

     Verás… si me vuelves a ver, que sea con un resultado por tu parte, sino es así puedes abstenerte.

     Puñetas… mira que eres difícil.

     Me has entendido perfectamente Daniel.

     Supongo… pero si te llevo algún resultado, temo perderme otra vez en el bosque.

     Si tienes alguna duda, llegado el momento, si llega, pregunta por el panadero del pueblo, es amigo mío.

     Vale, entendido… entonces, no me queda más remedio que marchar, ¿lo ves?

     Perfectamente…

     Raúl… sirve de algo que te diga, que…

     ¿Qué?

     Déjalo… tan solo te pido un favor, dame un último consejo.

Raúl se quedó un rato en silencio, como pensando que clase de consejo darme… tras unos instantes, arrancó con la explicación:

     Está bien…te contaré una leyenda del pueblo Cherokee, ya sabes, indios americanos. En su momento me sirvió de mucho.

     Sí, me suenan esos indios… Cuéntame.

     Uno de esos indios, le preguntó al sabio de la tribu: “Siento como si tuviera dentro de mí dos lobos que se están entorpeciendo y hasta cierto punto peleando, uno de ellos es violento, triste, siempre está enojado y se quiere vengar de todo lo malo que me pasa…  El otro está repleto de perdón, de compasión y de amor…?Cual de los dos será el que gane la pelea?-dijo el indio— La respuesta que encontró por parte del sabio de la tribu fue: “El que mejor sepas alimentar”

Quedé unos instantes pensativos, algo creí haber entendido de esa historia, pero no mostré reacción alguna, quizás por eso Raúl me regaló un segundo consejo.

     No se si te has enterado de algo, pero te lo puedo simplificar de la siguiente manera…No te quedes con que la vida es una mierda, procura que tu propia vida no lo sea… ¿De acuerdo?

     Sí, eso es más fácil de entender, pero no tan fácil de aplicar… te juro que lo intentaré Raúl.

     Guárdate los juramentos… y enfréntate sin miedo a todas tus dudas.

Acto seguido me dirigí hacia mis padres ya dispuestos para la marcha. Observé como Raúl se quedó en el local, como si estuviera esperando a que desapareciera la marabunta para salir sin ser visto. En el momento de abordar la calle, un sinfín de curiosos estaban esperando. Vi como varias personas se acercaban con un micrófono. Mi padre, rechazó hablar. Nos metimos en el coche mientras llovían fotos, unos con el móvil otros con máquinas y teleobjetivos. Salimos pitando de Mozarrejo con destino a nuestra casa.

En el trayecto paramos a comer en un establecimiento de carretera. En todo momento, solo se me ocurrió pedir perdón, mientras mis padres no paraban de indicarme lo mal que lo habían pasado esos seis días, temiendo lo peor. Para nada entramos en las motivaciones que me impulsaron a escapar de casa. Les pregunté sobre lo que les había dicho el oficial de la Guardia civil, y simplemente me respondieron que tenían que presentarse en el juzgado a realizar unos trámites, tan pronto les llegara una notificación. Tan solo mi padre, mientras comíamos, me indicó que ya en casa hablaríamos de todo con tranquilidad. El resto del recorrido de cuatro horas, prácticamente estuvimos en silencio, como si fuera un ejercicio de meditación. Los tres teníamos en que pensar. 


V


Era el atardecer cuando llegamos a nuestro hogar. Nada más entrar nos sentamos e intentamos relajarnos los tres. Como yo no había parado de pedir perdón durante el trayecto, los dos, como si estuvieran de acuerdo accedieron a perdonarme, no sin antes decirme que lo ocurrido no lo olvidarían en la vida, algo a lo que yo también asentí.

Les conté casi toda mi peripecia, siendo muy escueto en la relación con Raúl. Para nada hablé de sus disertaciones ni de sus consejos, ni de su vida de ermitaño. Obvié bastantes pasajes de mi aventura y procuré simplificarlo al máximo: “Me perdí en el bosque, Raúl me encontró, me cuidó y me acompañó hasta el pueblo más cercano, justamente el que correspondía al trayecto final del autobús que tomé en mi huida”.

Lo que me producía cierta angustia a pesar  de no ser una novedad, es que mis padres solo parecían estar preocupados por mi salud, y para nada intentaban o no sabían adentrarse en mis sentimientos. Algo que por cierto servía como mal menor, eso me iba a facilitar ahorrarme de dar bastantes explicaciones.


Pasaron los días, el verano también. Yo seguí con mi vida y mis padres con la suya, nada parecía haber cambiado. Era como si los tres tuviéramos miedo de enfrentarnos a las motivaciones de mi huida. Pero de lo que no tenía duda alguna era que las consecuencias de mi acción no tardarían en aparecer.

Y a mediados de Septiembre llegó la sorpresa, porque sorpresa es que te llegue una noticia sin previo aviso ni consulta alguna. Mi padre se dirigió a mí para decirme que tenía la solución a mis problemas con la escuela, ponerme a trabajar. Me había encontrado ocupación en una panadería con un horario de siete de la mañana a tres de la tarde… el resto del día era cosa mía, si bien tenía la obligación de acudir a un psicólogo de la seguridad social una tarde a la semana. Muy serio me dijo que yo no tenía más opción que aceptarlo y que cuando llegara a la mayoría de edad, que hiciera lo que me diera la gana.

Ya me extrañaba a mí que no hubiera en todo ese tiempo ningún mal “rollo”, pero por lo visto, la “venganza”, si es que se puede hablar así, se estaba cociendo. Era como si mi padre, en cierto modo se desprendiera de su responsabilidad, me  ofreciera una colocación y me dejara suelto con mi propia vida. Claro que bien pensado esa circunstancia podría abrirme un abanico de posibilidades. Y fue entonces cuando busqué refugio en el recuerdo de Raúl, en sus insólitos consejos y decidí aceptar ese trabajo sin rechistar. Tenía que demostrarle al ermitaño que sí, que yo era capaz de enfrentarme a todas mis dudas.

Llegué a la panadería acompañado de mi padre. La escena la interpreté como si me estuviera enchufando en un trabajo por obra de sus contactos. Luego me enteré que él dentro de su profesión les llevaba la contabilidad. El caso es que me recibieron bien, con amabilidad. Tan pronto quedé solo con el encargado empecé a sentirme como un pardillo totalmente desconectado del lugar. Por fortuna no hubo risitas, ni cachondeo por mis formas un tanto apocadas. Ese primer día de horas larguísimas y nerviosas, pasó a través de un bombardeo de explicaciones por parte de los trabajadores de la panadería, todos intentando ayudarme.

Transcurrió el primer mes, mientras poco a poco me iba integrado en el trabajo de aquel lugar. Ya estaba conociendo lo que iba a ser mi ocupación, una especie de “aprendiz chico para todo”. Unas veces hacía recados, ya fueran buscando café a los empleados en el bar de al lado, también llevando remesas de pan a algún restaurante próximo o a clientes habituales. Otras veces ayudaba en la barra cuando la clientela era numerosa; y cuando lo consideraban oportuno, me enseñaban dentro, en el horno,  como se hacía la masa  para realizar buñuelos, magdalenas o todo tipo de pan. Por supuesto que yo procuraba mostrar el máximo interés en todas las explicaciones que me daban, siendo atento y amable con todo el mundo.

Notaba en esas pocas semanas como a la vez que me iba soltando en el trato con clientes y empleados, llegaban las simpatías hacia mi persona. Reconozco que todos intentaban tratarme bien y lo conseguían, lo cual me congratulaba enormemente y me hacía sentir cada vez más seguro.

No obstante algo iba mal. Percibía que depender solo del trabajo en la panadería era como traicionarme a mi mismo. Corría el riesgo de quedar aletargado y olvidarme de avanzar por la senda de mi propio porvenir. En la panadería no se encontraba los albores de mi futuro.

Al acabar la jornada me dirigía a casa para comer. Solo estaba mi madre porque ya mi padre había comido antes y se encontraba en su trabajo. La tarde se me presentaba tediosa, los fines de semana también. Me encerraba muchas veces en mi habitación para leer o escribir algo, también daba largos paseos por la ciudad. Los días parecían alargarse como cuando estiras un chicle, sin que me produjeran demasiada satisfacción.

 Algo tenía que hacer porque estaba lejos de poder encontrar consejos por parte de mis padres. Era una sensación desesperante, como si me dijeran sin decirlo: “Toma, ahí tienes un trabajo y te lo montas tu mismo”. De acuerdo— pensaba— lo haré. Mi propia mente no paraba de sugerirme que huyera de toda perturbación y que reaccionara: “Debo hacerlo y pronto porque el tiempo aunque lento, pasa y no para. Antes de que me de cuenta habré perdido algún tren”. Por fortuna, si es que a eso se le puede llamar fortuna, el mínimo salario que cobraba en la panadería corría para mi cuenta, es decir, no me lo exigieron. Eso sí, fue mi padre quien dijo: “Administra bien tu salario  porque va a ser el sustento de tu futuro”. Una frase inquietante que me sentó como una sentencia, como un reproche amagado por mi mal comportamiento según su manera de entender las cosas. No iba a encontrar demasiada ayuda por su parte, al menos eso parecía.

Debía reaccionar y hacerlo pronto, y lo hice. Sabía que en el barrio existía una academia que impartía clases nocturnas, es decir de siete a diez de la noche. Me enteré que estaban acreditados para impartir el bachillerato, así que sin dudar un ápice me matriculé aunque el curso ya hacía tres semanas que había comenzado. Paralelamente, por casualidad en el mismo edificio, observé que en uno de los rellanos existía un taller de escritura. Entré para averiguar en que consistía. Me atendió una mujer argentina, según me dijo al preguntarle yo por su acento. Ella era la encargada del taller, y uno de sus turnos de trabajo se realizaba de cinco a seis y media de la tarde. ¡Bingo!-me dije— dos líneas en uno. La mujer, tras explicarle mis motivaciones, me abrió un espacio en su taller y dos días a la semana trabajaría con ella y otros alumnos suyos.

Todos esos gastos surgirían de mi propio peculio. Estaba notando lo que significa ser independiente. Lo que no acababa de entender del todo, es de donde partía toda esa energía, esa fuerza y esa motivación. De donde procedía el cambio que estaba notando. De ser un muchacho apocado y asustadizo, a mostrarme decidido a luchar por mi futuro. Los resultados no los conocía, no los podía conocer, pero iba a intentar por todos los medio  que llegaran a ser positivos.

Podría ser que una explicación al cambio surgiera de mis entrevistas con la psicóloga de la seguridad social, una tarde a la semana. Pudiera ser, porque lo único que ella hacía era escucharme mientras yo me desahogaba y no paraba de contarle mi propia vida, mi aventura de la huida hacia delante y mi encuentro con Raúl.

Otro aspecto que quizás pudiera haberme favorecido era  mi edad. Descubrí que me encontraba mejor entre personas mayores. En todo lo relacionado con la panadería era así, en la academia también todos eran mayores que yo, lo mismo ocurría en el taller de escritura. Esos tres mundos nada tenían que ver con las dos escuelas que hasta entonces había frecuentado. En cierto modo me sentía protegido por ser el más pequeño en todo. Yo procuraba poner todo mi empeño para que las cosas funcionaran. En el trabajo era serio, también lo era en la academia. Necesitaba aprender, porque ya estaba empezando a otear cuales eran mis objetivos.

También empezaba a entender lo que significaba el trabajo y la disciplina. Estaba muy atento a las explicaciones, lecciones y pautas para mejorar. Incluso en el taller de escritura, tenía que sujetar mi imaginación y ser lo suficientemente humilde para seguir las indicaciones y correcciones de Zulema, como así se llamaba la directora. En los debates que surgían de la lectura de nuestros trabajos, entre los que asistíamos al taller, muchas veces tenía que morderme los labios ante las a veces sutiles y otras veces descarnadas críticas. Pero nada de ello resultaba transcender, la cuestión es que me encontraba muy ilusionado por avanzar y esa intención superaba todas las dificultades.


El contenido de esos días, estaba pleno de un ajetreo casi frenético de actividades. En casa prácticamente no me veían el pelo. Los fines de semana los empleaba en estudiar y también en trabajar los temas que nos encomendaban en el taller de escritura… y cuando por fin surgía un momento de calma, solo una idea flotaba por mi cabeza, volver a ver a Raúl y mostrarle un resultado..

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