Cabizbajo,
dejaba pasar por mi mirada las baldosas de la acera sin percatarme por donde
iban mis pasos. Tan solo en mi mente se reflejaban toda una serie de
apelativos: “ignorante, desastre, inútil, vago, pardillo”… a lo que habría que
añadir unas cuantas lindezas del estilo: “Eres una vergüenza para la familia”,
“Nunca llegarás a nada si sigues así”, “No eres más malo porque aun no se ha
inventado quien pueda ser más malo que tú”… Todo ello era una mezcolanza donde
entraban tanto familia como compañeros de clase.
Mi
adolescencia se estaba arrastrando totalmente distraída por esa acera sin rumbo
ni sentido, hacia… el mamporrazo que me acabada de dar contra el soporte
rectilíneo y vertical de una farola… y en vez de conmiseración, de cuidado, de
respeto; otra vez, la hilaridad de los presentes se cebaba en mi desgracia.
Ajuste mis gafas de miope, intenté mantener la compostura y decidí seguir mi
camino hacia ninguna parte olvidando el cachondeo que se estaba formando a mí
alrededor. Fue entonces, cuando de repente noté una presencia a mi lado, a la
vez que una mano agotada y temblorosa se apoyaba en mi hombro. Era una anciana amparada
en un soporte con ruedas que le hacía de bastón. Debió de tardar un rato en
llegar a mí, pero lo hizo tan solo para decirme:
—“Hijo, ¿estás bien?”.
Ningún reproche, ningún intento de aleccionarme
pese a su venerable edad, tan solo esa mínima preocupación por mi estado. La
anciana observó el principio de chichón que ya estaba aflorando en mi frente y
simplemente sonrió. Yo no pude por menos que hacer lo mismo, sonreír. Intenté
corresponder a la amabilidad de la anciana lo mejor que pude:
— “Gracias
señora, no ha sido nada, andaba
distraído y…“
Ella siguió con su sosegado andar, casi arrastrando
su cuerpo tras aquel apoyo con ruedas, pero lo hizo con la mirada alta y con
una imagen que me recordaba la explicación que alguien un día me dio sobre lo
que significa la palabra dignidad.
Y yo, un
jovenzuelo de casi diecisiete años, estaba andando con la mirada abatida por el
peso de la desconsideración, al menos eso es lo que pensaba… pero el gesto de
esa anciana me insufló algo más que ánimo, no estaba solo. Si una anciana que
apenas podía moverse se había preocupado por mí, significaba que yo no era
indiferente.
I
Tras el incidente y el buen detalle de la anciana,
ocurrió que acerté a alzar mi mirada hasta obtener un plano horizontal. Pude
ver la circulación de vehículos a mi derecha y gente de todo género y condición
deambulando por la acera. No estaba yo para conseguir atinar con más detalles,
solo una idea en mi cabeza.
El curso escolar había tocado a su fin, y en mi
mochila una “bomba” a punto de explotar. Estaba atrapado, nada ni nadie podían
evitar lo que ya era irremediable. Tenía muy claro lo que iba a ocurrir. No
paraba de recitar como un mantra lo que indicaba la cartilla: Lengua, 3 Filo,4
Mates,2 Economía,2 Historia,4 Proyecto,3 Educación física,4… es que ni esa.
Fatal, fatal, fatal, y además repitiendo
curso.
¿Qué estaba pasando en mi existencia? “Ni zorra
idea”, como he oído decir a algunos. El caso es que en cuando se enterase mi
padre, sobretodo, y ya no debería de ser una sorpresa para el, me esperaba algo
más que una reprimenda. Ni pensar quería en las palabras que llegarían a mis
oídos; si recibía algún tortazo que otro, ya eso me preocupaba menos… ¿Porqué debería sentirme tan inútil como para renunciar a todo en la
vida?, aunque en conjunto mi realidad parecía indicar que yo, ya era un
fracasado con tan solo diecisiete años.
Y todo… porque simple y llanamente era un soñador,
y no es que esto sea una palabra de mi cosecha, se la oí decir a una vecina
cuando mi madre le estaba contando los problemas que tenían conmigo. Lo que sí
había llegado a mis oídos con insistencia era una frase: “Estás en babia”. Que culpa tendría yo si me sentía desplazado de
todo lo que me rodeaba, nada me gustaba, nada. Prefería siempre aislarme del
entorno y dejar que por mi cabeza pasaran mil y un pajarillos, definición que
recogí de uno de mis profesores: “¿Tienes
pájaros en la cabeza o qué?…
Vale, que sí, que la realidad es lo que muestran los ojos, el tacto, el oído,
el gusto, el olfato, y las bofetadas que siempre recibía y no siempre por obra
de la palma de la mano de mi padre.
“Estar en
babia”, “pájaros en la cabeza”… ya tengo las suficientes entendederas pese
a mi temprana edad para interpretar que estas dos frases están ligadas con una
sola palabra: imaginar.
Y no hacía falta mucho imaginar para adivinar lo
que me esperaba.
No tomé el ascensor para acceder al ático donde
vivíamos, preferí subir los escalones uno a uno y con la máxima cadencia
posible, como si con ello quisiera dilatar el espacio/tiempo. Cada escalón era
como acercarse al cadalso donde irremediablemente se me iba a ejecutar. Más
pronto de lo que me esperaba, a pesar de tomar respiro en más de un rellano,
llegó la puerta nº 2 ante mis narices. Tomé la llave, abrí y ni siquiera fui a
ver a mi madre; directamente me encaminé a mi habitación. Una frase sacudió las
paredes de la casa:
—Daniel,
¿estás ahí?
Mi respuesta
fue inmediata:
— “Si madre
soy yo, ya he llegado”
No tardó en llegar el reproche:
— ¿Tanto
te cuesta hacerte ver?
Frase que cuadraba perfectamente con mi situación,
me hubiera gustado ser invisible. Sabía que mi padre no tardaría en
llegar del trabajo, también entendía lo que iba a suceder y me estaba
preparando. ¿Cómo?, no se me ocurrió otra idea que ponerme de rodillas sobre la
cama y como si fuera un autómata, mirar obsesivamente siete dedos de mi mano,
uno por cada “cate”.
No se bien el tiempo que estuve en esa actitud,
pero el colchón bajo mis rodillas ya parecía horadarse. Sonó la puerta de
entrada con inusitado estrépito. No podía fallar, tamaña intensidad de sonido
indicaba que acababa de llegar mi padre. A continuación una frase llegó a mis
aturdidos oídos, la estaba esperando:
—“María, ¿ha llegado ya Daniel?...
Diablos y más diablos, es que no podría esperar un
poco más, llega y ya está preguntando por mí, que obsesión:
—
“Está en la habitación, Gerardo”
—
“Dile que
venga María”
Ya estamos, el muy… tiene que usar a mi madre como
cómplice de mi tortura.
—
“Daniel, sal de ahí, ha llegado tu padre”…
Como si no me hubiera enterado…
—
“Voy”.
Lentamente abrí la puerta de mi habitación, apenas sufrieron
las bisagras por mi empuje, más lentamente aún me encaminé hacia el punto
fatídico del comedor, empujé la puerta suavemente y salió de mi garganta una
palabra entrecortada, casi parecía un carraspeo:
—“Hola”
Su contestación no dejó de sorprenderme:
—“Que te pasa
en la voz hijo, ¿estás acatarrado?”
Hubiera resoplado de buen gusto, pero me contuve.
Más que una sonrisa, sentí que en mi rostro se dibujaba una mueca, fruto del
desconcierto:
—“Venga, a
comer, hoy tengo algo de prisa”
Será posible—me preguntaba—, es que no se acuerda
que hoy tenía que entregarle la cartilla con las notas. Empezamos a tomar el alimento, y a cada bocado esperaba oír la consabida pregunta:
— ¿Y bien, donde están esas notas?,
Pero no. Acabó de comer, se rozaron sus labios con
la servilleta, dio un beso a mi madre, me hizo un gesto extraño con la mano y
se fue. Aquello me sentó como una tregua a mi condena… Al acabar de comer volví
a la habitación, me puse de rodillas sobre la cama, justo en los dos huecos que
ya existían, miré los siete dedos de mi mano y empecé a balancearme
obsesivamente, recitando mentalmente el mantra: “siete, siete, siete”.
No acababa de entender como en esas situaciones mi
madre parecía pasar de todo, es como si no quisiera líos. Ninguna pregunta,
ningún consuelo, ningún estímulo. Es como si su misión fuera tan solo que tanto
mi padre como yo, estuviéramos bien atendidos de estómago y vestimenta, pero
que ocurría con mis sentimientos, es… es como si ella tuviera miedo de que yo
le contara lo que estaba sufriendo.
Esa tarde no quise saber nada de los amigos ni de nadie. Ya que el “cole” había
terminado, me dediqué solo a pasear sin rumbo fijo por las calles de mi barrio.
Solo una palabra afloraba en mi mente como una gota malaya sin poder evitarlo:
“siete, siete, siete”. No me importaba tanto el castigo y las reprimendas a
recibir, como el vacío que se estaba creando en mi existencia, sin nadie que me
lo solucionara. Percibía el porvenir como una senda negra, oscura y tenebrosa.
Era, era… como si el porvenir fuera la misma boca del lobo que me iba a
devorar.
Volví a subir las escaleras de mi casa… no quise
saber nada del ascensor, demasiado rápido para llegar a donde no me apetecía
llegar. Mi padre ya estaba ahí… y me esperaba.
Su recibimiento acompañado de la consiguiente
pregunta fue como una explosión:
—
¿Y bien?
Enmudecí… mi mente, mi corazón, todas mis
entretelas se pusieron en guardia, no supe que contestar. El fue quien me sacó
del aturdimiento y de mi mutismo con su siguiente frase:
— ¿Así se
llega a casa, sin saludar, esa es la educación que te hemos
dado?
No es lo que esperaba, así que me disculpé, le dí
un beso y me senté en el sillón a ver la tele.
Ni me enteraba de lo que estaban dando en esa caja
que dicen tonta, ni me importaba, solo trataba de evadirme. Pasaron los
segundos, los minutos. Se estaba acercando la hora de cenar, y me pareció que
lo más prudente sería huir a mi refugio, a mi habitación… y entonces ocurrió:
—Espera, a donde vas… ¿no tienes nada que
decirme?
Me
sentí como un integrante de dibujos animados, que cómicamente se expresara así:
—“Gluub”
—“Venga a que
esperas… quiero ver esa cartilla de
notas”
Tembloroso fui a buscarla en mi mochila, más
tembloroso aún se la ofrecí a mi padre. Dicen que la indignación se viste de
rojo, y es cierto. Su cara se encendió como si fuera un fósforo. Entró en
cólera, se enfureció:
—¡¡¡Que es
esto, que es esto…como es posible…es que no te educamos bien, es que no te
tratamos bien, así nos lo pagas… que vergüenza, que vergüenza, que desastre de
hijo… que haces, a que te dedicas en el colegio…para eso te pagamos los
estudios, para que los desperdicies…nos prometiste que te aplicarías…y este es
el resultado, este … es que ninguna, ninguna y repites curso…inútil, es que
eres un inútil…que vamos a hacer contigo, que vamos a hacer, desastre, eres un
desastre!!!
Aguanté
la avalancha de improperios como pude, sin
saber que hacer, me sentía avergonzado y cada vez más hundido. Entonces él se
levantó como si tuviera un resorte en el culo, me agarró por el cuello de la
camisa y me sacudió la cara con un par de bofetones, estaba enormemente
violentado. Fue entonces cuando mi madre intentó interponerse entre los dos y
recibió un fuerte empujón por parte de mi padre que la tiró al suelo. El se dio
cuenta enseguida de lo que acababa de hacer, pero tuve que ser yo a pesar de mi
embargo emocional quien reaccionó primero para ayudarla a levantarse. Él
enfurecido y quien sabe si avergonzado, se escondió en su habitación dando un
enorme portazo.
Aquella noche nadie cenó. La escena de aquella casa
rozaba la tragedia. Mi padre oculto en la habitación, mi madre sollozando en el
sofá del comedor, y yo refugiándome en mi habitación totalmente acongojado.
Observé el despertador, las diez…las once…las doce,
la una, las dos, las tres de la madrugada, no conseguía dormir. Sigilosamente
salí de mi habitación, el silencio era total. Observé como mi madre había
quedado dormida en el sofá, quizás mi padre también se hubiera dormido. Regresé
a mi habitación, y como si fuera un flash una idea surgió en mi cabeza…huir. Me
apresuré con sigilo a preparar la mochila. Primero fui con cuidado a la cocina,
abrí la nevera y recogí algunas viandas, fruta. Llené la cantimplora de agua.
Volví a mi habitación, recogí algo de ropa y saqué el dinero que guardaba en la
hucha, noventa y seis euros. Con todo ya preparado, me puse sobre los hombros
la cazadora. Miré de nuevo el despertador, marcaba las cuatro y media. Puse la
máxima discreción en abrir la puerta de casa, la cerré con sumo cuidado y bajé
las escaleras una a una con tiento, como si mis pies se posaran sobre una
esponja. Por fin llegué al vestíbulo, abrí la puerta de la calle y pasé a la
acera. La noche estaba oscura, pocos coches circulaban y apenas un par de
personas andaban por ahí, quien sabe hacia donde. Me sentí enormemente liberado, respiré hondo y empecé a caminar,
quien sabe hacia donde...
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