sábado, 6 de abril de 2019

Novela: "La senda del Porvenir" (Parte primera)

   Cabizbajo, dejaba pasar por mi mirada las baldosas de la acera sin percatarme por donde iban mis pasos. Tan solo en mi mente se reflejaban toda una serie de apelativos: “ignorante, desastre, inútil, vago, pardillo”… a lo que habría que añadir unas cuantas lindezas del estilo: “Eres una vergüenza para la familia”, “Nunca llegarás a nada si sigues así”, “No eres más malo porque aun no se ha inventado quien pueda ser más malo que tú”… Todo ello era una mezcolanza donde entraban tanto familia como compañeros de clase.

   Mi adolescencia se estaba arrastrando totalmente distraída por esa acera sin rumbo ni sentido, hacia… el mamporrazo que me acabada de dar contra el soporte rectilíneo y vertical de una farola… y en vez de conmiseración, de cuidado, de respeto; otra vez, la hilaridad de los presentes se cebaba en mi desgracia. Ajuste mis gafas de miope, intenté mantener la compostura y decidí seguir mi camino hacia ninguna parte olvidando el cachondeo que se estaba formando a mí alrededor. Fue entonces, cuando de repente noté una presencia a mi lado, a la vez que una mano agotada y temblorosa se apoyaba en mi hombro. Era una anciana amparada en un soporte con ruedas que le hacía de bastón. Debió de tardar un rato en llegar a mí, pero lo hizo tan solo para decirme:

 —“Hijo, ¿estás bien?”.

Ningún reproche, ningún intento de aleccionarme pese a su venerable edad, tan solo esa mínima preocupación por mi estado. La anciana observó el principio de chichón que ya estaba aflorando en mi frente y simplemente sonrió. Yo no pude por menos que hacer lo mismo, sonreír. Intenté corresponder a la amabilidad de la anciana lo mejor que pude:

“Gracias señora, no ha sido nada, andaba distraído y…“

Ella siguió con su sosegado andar, casi arrastrando su cuerpo tras aquel apoyo con ruedas, pero lo hizo con la mirada alta y con una imagen que me recordaba la explicación que alguien un día me dio sobre lo que significa la palabra dignidad.

   Y yo, un jovenzuelo de casi diecisiete años, estaba andando con la mirada abatida por el peso de la desconsideración, al menos eso es lo que pensaba… pero el gesto de esa anciana me insufló algo más que ánimo, no estaba solo. Si una anciana que apenas podía moverse se había preocupado por mí, significaba que yo no era indiferente.   

I


Tras el incidente y el buen detalle de la anciana, ocurrió que acerté a alzar mi mirada hasta obtener un plano horizontal. Pude ver la circulación de vehículos a mi derecha y gente de todo género y condición deambulando por la acera. No estaba yo para conseguir atinar con más detalles, solo una idea en mi cabeza.

El curso escolar había tocado a su fin, y en mi mochila una “bomba” a punto de explotar. Estaba atrapado, nada ni nadie podían evitar lo que ya era irremediable. Tenía muy claro lo que iba a ocurrir. No paraba de recitar como un mantra lo que indicaba la cartilla: Lengua, 3 Filo,4 Mates,2 Economía,2 Historia,4 Proyecto,3 Educación física,4… es que ni esa. Fatal, fatal, fatal,  y además repitiendo curso.

¿Qué estaba pasando en mi existencia? “Ni zorra idea”, como he oído  decir a algunos.  El caso es que en cuando se enterase mi padre, sobretodo, y ya no debería de ser una sorpresa para el, me esperaba algo más que una reprimenda. Ni pensar quería en las palabras que llegarían a mis oídos; si recibía algún tortazo que otro, ya eso me preocupaba menos…  ¿Porqué debería sentirme  tan inútil como para renunciar a todo en la vida?, aunque en conjunto mi realidad parecía indicar que yo, ya era un fracasado con tan solo diecisiete años.

Y todo… porque simple y llanamente era un soñador, y no es que esto sea una palabra de mi cosecha, se la oí decir a una vecina cuando mi madre le estaba contando los problemas que tenían conmigo. Lo que sí había llegado a mis oídos con insistencia era una frase: “Estás en babia”. Que culpa tendría yo si me sentía desplazado de todo lo que me rodeaba, nada me gustaba, nada. Prefería siempre aislarme del entorno y dejar que por mi cabeza pasaran mil y un pajarillos, definición que recogí de uno de mis profesores: “¿Tienes pájaros en la cabeza o qué?… Vale, que sí, que la realidad es lo que muestran los ojos, el tacto, el oído, el gusto, el olfato, y las bofetadas que siempre recibía y no siempre por obra de la palma de la mano de mi padre.

Estar en babia”, “pájaros en la cabeza”… ya tengo las suficientes entendederas pese a mi temprana edad para interpretar que estas dos frases están ligadas con una sola palabra: imaginar.
Y no hacía falta mucho imaginar para adivinar lo que me esperaba.

No tomé el ascensor para acceder al ático donde vivíamos, preferí subir los escalones uno a uno y con la máxima cadencia posible, como si con ello quisiera dilatar el espacio/tiempo. Cada escalón era como acercarse al cadalso donde irremediablemente se me iba a ejecutar. Más pronto de lo que me esperaba, a pesar de tomar respiro en más de un rellano, llegó la puerta nº 2 ante mis narices. Tomé la llave, abrí y ni siquiera fui a ver a mi madre; directamente me encaminé a mi habitación. Una frase sacudió las paredes de la casa:

—Daniel, ¿estás ahí?

 Mi respuesta fue inmediata:

— “Si madre soy yo, ya he llegado

No tardó en llegar el reproche:

— ¿Tanto te cuesta hacerte ver?

Frase que cuadraba perfectamente con mi situación, me hubiera gustado ser invisible. Sabía que mi padre no tardaría en llegar del trabajo, también entendía lo que iba a suceder y me estaba preparando. ¿Cómo?, no se me ocurrió otra idea que ponerme de rodillas sobre la cama y como si fuera un autómata, mirar obsesivamente siete dedos de mi mano, uno por cada “cate”.

No se bien el tiempo que estuve en esa actitud, pero el colchón bajo mis rodillas ya parecía horadarse. Sonó la puerta de entrada con inusitado estrépito. No podía fallar, tamaña intensidad de sonido indicaba que acababa de llegar mi padre. A continuación una frase llegó a mis aturdidos oídos, la estaba esperando:

 —“María, ¿ha llegado ya Daniel?...

Diablos y más diablos, es que no podría esperar un poco más, llega y ya está preguntando por mí, que obsesión:

     “Está en la habitación, Gerardo”
      “Dile que venga María”

Ya estamos, el muy… tiene que usar a mi madre como cómplice de mi tortura.

     Daniel, sal de ahí, ha llegado tu padre”…

Como si no me hubiera enterado…

      “Voy”.

Lentamente abrí la puerta de mi habitación, apenas sufrieron las bisagras por mi empuje, más lentamente aún me encaminé hacia el punto fatídico del comedor, empujé la puerta suavemente y salió de mi garganta una palabra entrecortada, casi parecía un carraspeo:

—“Hola

Su contestación no dejó de sorprenderme:

“Que te pasa en la voz hijo, ¿estás acatarrado?”

Hubiera resoplado de buen gusto, pero me contuve. Más que una sonrisa, sentí que en mi rostro se dibujaba una mueca, fruto del desconcierto:

—“Venga, a comer, hoy tengo algo de prisa

Será posible—me preguntaba—, es que no se acuerda que hoy tenía que entregarle la cartilla con las notas. Empezamos a tomar el alimento, y a cada bocado esperaba oír la consabida pregunta:

 — ¿Y bien, donde están esas notas?,

Pero no. Acabó de comer, se rozaron sus labios con la servilleta, dio un beso a mi madre, me hizo un gesto extraño con la mano y se fue. Aquello me sentó como una tregua a mi condena… Al acabar de comer volví a la habitación, me puse de rodillas sobre la cama, justo en los dos huecos que ya existían, miré los siete dedos de mi mano y empecé a balancearme obsesivamente, recitando mentalmente el mantra: “siete, siete, siete”. 

No acababa de entender como en esas situaciones mi madre parecía pasar de todo, es como si no quisiera líos. Ninguna pregunta, ningún consuelo, ningún estímulo. Es como si su misión fuera tan solo que tanto mi padre como yo, estuviéramos bien atendidos de estómago y vestimenta, pero que ocurría con mis sentimientos, es… es como si ella tuviera miedo de que yo le contara lo que estaba sufriendo.

Esa tarde no quise saber nada de los amigos  ni de nadie. Ya que el “cole” había terminado, me dediqué solo a pasear sin rumbo fijo por las calles de mi barrio. Solo una palabra afloraba en mi mente como una gota malaya sin poder evitarlo: “siete, siete, siete”. No me importaba tanto el castigo y las reprimendas a recibir, como el vacío que se estaba creando en mi existencia, sin nadie que me lo solucionara. Percibía el porvenir como una senda negra, oscura y tenebrosa. Era, era… como si el porvenir fuera la misma boca del lobo que me iba a devorar.

Volví a subir las escaleras de mi casa… no quise saber nada del ascensor, demasiado rápido para llegar a donde no me apetecía llegar. Mi padre ya estaba ahí… y me esperaba.
Su recibimiento acompañado de la consiguiente pregunta fue como una explosión:

     ¿Y bien?

Enmudecí… mi mente, mi corazón, todas mis entretelas se pusieron en guardia, no supe que contestar. El fue quien me sacó del aturdimiento y de mi mutismo con su siguiente frase:

— ¿Así se llega a casa, sin saludar, esa es la educación que te hemos dado?

No es lo que esperaba, así que me disculpé, le dí un beso y me senté en el sillón a ver la tele.
Ni me enteraba de lo que estaban dando en esa caja que dicen tonta, ni me importaba, solo trataba de evadirme. Pasaron los segundos, los minutos. Se estaba acercando la hora de cenar, y me pareció que lo más prudente sería huir a mi refugio, a mi habitación… y entonces ocurrió:

 —Espera, a donde vas… ¿no tienes nada que decirme?

 Me sentí como un integrante de dibujos animados, que cómicamente se expresara así:

—“Gluub

—“Venga a que esperas… quiero ver esa cartilla de notas

Tembloroso fui a buscarla en mi mochila, más tembloroso aún se la ofrecí a mi padre. Dicen que la indignación se viste de rojo, y es cierto. Su cara se encendió como si fuera un fósforo. Entró en cólera, se enfureció:

¡¡¡Que es esto, que es esto…como es posible…es que no te educamos bien, es que no te tratamos bien, así nos lo pagas… que vergüenza, que vergüenza, que desastre de hijo… que haces, a que te dedicas en el colegio…para eso te pagamos los estudios, para que los desperdicies…nos prometiste que te aplicarías…y este es el resultado, este … es que ninguna, ninguna y repites curso…inútil, es que eres un inútil…que vamos a hacer contigo, que vamos a hacer, desastre, eres un desastre!!!


 Aguanté la  avalancha de improperios como pude, sin saber que hacer, me sentía avergonzado y cada vez más hundido. Entonces él se levantó como si tuviera un resorte en el culo, me agarró por el cuello de la camisa y me sacudió la cara con un par de bofetones, estaba enormemente violentado. Fue entonces cuando mi madre intentó interponerse entre los dos y recibió un fuerte empujón por parte de mi padre que la tiró al suelo. El se dio cuenta enseguida de lo que acababa de hacer, pero tuve que ser yo a pesar de mi embargo emocional quien reaccionó primero para ayudarla a levantarse. Él enfurecido y quien sabe si avergonzado, se escondió en su habitación dando un enorme portazo.

Aquella noche nadie cenó. La escena de aquella casa rozaba la tragedia. Mi padre oculto en la habitación, mi madre sollozando en el sofá del comedor, y yo refugiándome en mi habitación totalmente acongojado.


Observé el despertador, las diez…las once…las doce, la una, las dos, las tres de la madrugada, no conseguía dormir. Sigilosamente salí de mi habitación, el silencio era total. Observé como mi madre había quedado dormida en el sofá, quizás mi padre también se hubiera dormido. Regresé a mi habitación, y como si fuera un flash una idea surgió en mi cabeza…huir. Me apresuré con sigilo a preparar la mochila. Primero fui con cuidado a la cocina, abrí la nevera y recogí algunas viandas, fruta. Llené la cantimplora de agua. Volví a mi habitación, recogí algo de ropa y saqué el dinero que guardaba en la hucha, noventa y seis euros. Con todo ya preparado, me puse sobre los hombros la cazadora. Miré de nuevo el despertador, marcaba las cuatro y media. Puse la máxima discreción en abrir la puerta de casa, la cerré con sumo cuidado y bajé las escaleras una a una con tiento, como si mis pies se posaran sobre una esponja. Por fin llegué al vestíbulo, abrí la puerta de la calle y pasé a la acera. La noche estaba oscura, pocos coches circulaban y apenas un par de personas andaban por ahí, quien sabe hacia donde. Me sentí enormemente liberado, respiré hondo y empecé a caminar, quien sabe hacia donde...


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